Han pasado 25 años de aquel memorable momento en el que un impulsivo, decidido e inteligente profesional llamado Kenneth Branagh deslumbró con su versión de Enrique V, adaptación vibrante y fresca de la tragedia de Shakespeare. Entonces Branagh todavía no había cumplido los treinta años. Había salido de su Belsfast natal para crecer en Reading. Cuentan todas sus biografías que Branagh decidió ser actor cuando descubrió a Derek Jacobi en el papel de Hamlet. Años después, Branagh, que ha trabajado siempre que ha podido con Jacobi, interpretó a Hamlet y le dio a su mentor y referencia, el papel de Claudio.

Actor y director, a Branagh se le comparó con pereza y sin rigor con el mismísimo Welles por culpa de Shakespeare. Pasaron los años, llegaron nuevas películas, Branagh volvió a menudo tras las huellas de Shakespeare, pero aquella luz inicial nunca acabó de cumplir sus promesas. Probablemente sus limitaciones no lo facilitaron, pero tampoco las circunstancias.

La cuestión es que en los últimos años, Branagh, que como actor decidió hace muchos años trabajar a toda costa, como director se ha embarcado en empresas de dudosa consistencia intelectual como Thor, Jack Ryan o La Cenicienta. A su favor, como cuando en 1994 forjó su mirada personal en torno a Frankenstein, nunca renuncia del todo a imprimirle un aire de autoría.

Ahora, en tiempos de pirotecnica informática capaz de aportar realismo a la fantasía, en pleno revival de los hermanos Grimm, Branagh asume el encargo de hacer de Cenicienta una convincente película de carne, hueso y retoque digital. Y lo hace con la agridulce sensación de convertirse en paradigma del cine comercial de este siglo XXI. Sin duda, su Cenicienta no carece de valores. Hay ritmo, tensión y habilidad para el montaje. Branagh posee oficio y derrocha profesionalidad. Pero ver al director que había nacido para recoger el testigo de Orson Wells dedicar su tiempo y talento en cuentos como éste, provoca un escalofrío sobre el destino del cine actual.