gasteiz - Sus pasos han vuelto a la Facultad de Bellas Artes de la Universidad del País Vasco, pero esta vez para enseñar a otros. Una nueva etapa dentro de una trayectoria incansable y diversa.

Si el concepto de artista multidisciplinar se inventó para alguien, usted podría ser un buen ejemplo: creador, comisario, jurado, gestor, guionista, director, crítico...

-Pero es algo común a la gente del arte ahora mismo. Primero por una cuestión laboral. Hay que diversificarse o morir. Luego porque, en realidad, ya todo se junta. Hay artistas que son comisarios, hay gente que hace vídeo pero que también pinta... Las disciplinas y todo eso es ya de otra época. Hay gente que está a lo suyo y está bien, pero el arte de nuestro tiempo es mezcla.

Ahora no sé si ha vuelto, un poco, como al origen puesto que de la Facultad de Bellas Artes del País Vasco salió y a ella regresado en estos momentos como profesor. ¿Complicado explicar a los alumnos lo que uno tiene interiorizado?

-Sí porque trabajo con conceptos, emociones... con cuestiones que a veces son inexplicables. Tienes que empatizar de manera distinta con cada alumno, con cada trabajo, con cada circunstancia. Es peculiar, sí. Y complicado, también (sonríe).

Después de lo que usted ha pasado, no le dan ganas de decirles: chicos, mejor no sigáis.

-(Risas) No. Si algo tenemos que hacer en la universidad es empujar porque para los desánimos está todo lo demás. El arte, en general, lo entiendo como un espacio de resistencia. Hay que aguantar, hay que plantar cara a las dinámicas establecidas, a las normas, a lo previsible, a lo convencional. Eso no es solo educar en las artes, es educación integral. Cuando aprendes del arte, aprendes para ti, para la persona y de la persona en relación con la sociedad. Para cuestiones tecnológicas ya está la rama científica.

Se licencia en 1988 en esa misma facultad. ¿Qué recuerda de aquel Rodríguez?

-Me acuerdo que terminé y justo gané la bienal de pintura de Vitoria. Entonces me creí artista (risas), así que me fui a Berlín, estuve tres meses y me dije: sí, sí, artista... Regresé y tuve la suerte de entrar en el Centro de Imagen y Nuevas Tecnologías (CINT) y ahí sí que me encontré un laboratorio muy interesante de gente, ideas, posibilidades... Aquello fue como una segunda facultad, lo que hoy sería un post-grado.

Antes de la facultad...

-Sin más, me gustaba dibujar, tenía inquietud, pero tampoco creo en las vocaciones.

Después, mucha parte de su camino se ha desarrollado junto a otros, en colectivos, formando parte de diferentes estructuras... ¿Por qué esa disposición a colaborar?

-Lo del artista en su torre de marfil es algo a desterrar por completo. Hay un compromiso con tu tiempo, con tu gente, con tu sociedad desde el arte y la cultura. Cuando más he aprendido es en los momentos en los que he formado parte de colectivos. Te decía antes que pasar por el CINT fue casi como un master, pero tanto o más podría decir del colectivo de acción artística SEAC (Selección de Euskadi de Arte Conceptual), de la Fundación Rodríguez, del Proyecto Amarika... Han sido las experiencias más enriquecedoras porque te sientes que eres útil, que hay un intercambio permanente y eso es lo mejor.

Pero hay que negociar...

-Sí, no siempre es fácil, pero es donde hay progreso, avance y donde se consiguen cosas.

Esos grupos que ha mencionado ya se quedaron atrás en el tiempo. ¿Revisa lo hecho o aquello debe quedarse en el pasado?

-Sabes lo que pasa, que llegas a cierta edad en la que hay que empezar a revisar y me está entrando un acojono... (risas) Y de repente te encuentras con cosas de SEAC en Artium, o te piden información de la Fundación Rodríguez para un trabajo de fin de grado y esas cosas... y tienes que afrontar lo que has hecho y me está resultado duro. Hay cosas que envejecen mejor que otras, pero tengo claro que no me arrepiento de nada.

¿Ahora está centrado solo en la docencia?

-Es que lleva mucho tiempo. Es un reto y una responsabilidad. La educación está como está y si eres parte de la comunidad educativa hay que echar el resto porque son horas difíciles. Pero, por otro lado, también es muy satisfactorio. Cuando ves que entre los 40 de clase hay, de repente, dos chispas por ahí que se iluminan, piensas: ya está, esta justificado lo que estoy haciendo.

También ha estado y está al otro lado de la mesa cuando toma el papel de jurado o de comisario.

-Siempre que he estado al otro lado he intentado quitar la mesa. Hace un par de semanas estuve en Madrid dando un master con la Complutense y mi sesión se llamaba Descomisariado, es decir, cómo diluir la idea de agente experto, visión única... en proyectos más colaborativos que no estén sujetos a ese patrón de experto que está por encima. Así que, como te decía, intento quitar la mesa o, por lo menos, tender puentes.

La verdad es que, en los últimos tiempos, la figura del comisario está siendo muy criticada en diferentes ámbitos.

-Sí, porque se ha convertido en una figura como la del artista estrella. Es verdad que ha habido cierta uniformidad de criterios, ciertas maneras de hacer estereotipadas de comisario estrella que no han sido beneficiosas para la comunidad artística.

Mencionaba antes proyectos que han estado vinculados a las instituciones como el CINT o Amarika que se han quedado ahí, en el pasado. ¿No le da pena que terminaron cerrándose ideas que tal vez podrían haber tenido un futuro, cuando menos, interesante?

-Es que del CINT todavía oyes hablar hoy... Bueno, todo tiene su vida, son ciclos. El CINT tuvo sus picos y sirvió para lo que sirvió, ya está. Claro, como la cultura cuelga mucho del arrojo de agentes políticos es siempre muy débil en estas cuestiones.

Antes de esta crisis, usted fue corresponsable de un proyecto que se llamó ‘Hilos rojos’ en el que se configuraba un mapa del camino que la cultura alavesa había vivido desde la Transición hasta mediados de la primera década del nuevo siglo. ¿Esta crisis daría para una continuación profunda, no?

-Pues me lo he planteado pero ya no puedo. Hilos rojos era un auto-aprendizaje, es decir, de dónde venimos, dónde tenemos que engancharnos... Aprendí mucho entrevistando a mucha gente. Muchas de las cosas que hicimos en aquellos momentos buscaban fundirse con la política cultural, engancharse. De Hilos rojos sacamos conclusiones sobre, por ejemplo, la pérdida del contacto con la calle, una relación que sí se daba en los años 80. Encontramos claves de trabajo importantes que queríamos aplicar.

¿La falta de recursos económicos ha sido una excusa política y social durante esta crisis para tomar determinadas decisiones con respecto a la cultura?

-Estoy seguro de ello. Es algo muy complejo porque estamos hablando de políticas culturales y son muchas. Son del país, forales, locales, micro...

¿Pero existen las políticas culturales de verdad?

-Esa es la pregunta. Ahí está, que se ha perdido esa perspectiva de política cultural. Esto se ha convertido en rellenar agenda, completar espacios con eventos. Todo se hace en base a legislaturas, al cortoplazismo, para salvar la situación, cuando estamos trabajando con un material muy sensible, que necesita una labor a largo plazo, que requiere crear tejido, masa crítica... no solo infraestructuras. Eso lleva tiempo y nadie se moja en eso. Tampoco hay una coordinación sobre qué es lo que tiene que ser una política cultural. Y hay que tener las ventanas abiertas todo el rato para saber lo que pasa, no decir: vamos a hacer esto, venir todos aquí y punto. Aquí, además, ha habido mucho exceso de observatorio.

¿A qué se refiere?

-Con las elecciones cerca, todo el mundo te llama para saber cómo ves la situación. Y los que tenemos ya un recorrido, decimos: joder, otra vez. Luego ves que no te hacen caso. Ha habido mucho observatorio y estoy de ellos hasta arriba. Ya está todo mapeado, ahora lo que hay que hacer es actuar a pie de calle, en los espacios y en los lugares, que no son lo mismo; y hay que tratar a la gente bien y ver las iniciativas que funcionan y en las que hay potencialidad. El diagnóstico tiene que ser a pie de calle.

¿Poca confianza en que esta cuestión de la gestión pública de la cultura vaya a cambiar o...?

-La esperanza es lo último que se pierde (risas), pero sí es cierto que últimamente vemos que hay algo de cambio. No me refiero a siglas o partidos, estoy hablando de energías. Sí creo que hay gente que empieza a ser crítica con su entorno, que no se fija tanto en su culo, que tiene ganas de hacer por los demás, que no se preocupa tanto de los cambios de gobierno sino que está trabajando más allá de eso. Es cuestión de tiempo.

Lo que no tuvo tiempo fue el Proyecto Amarika...

-No creas... La verdad es que ahora nos piden información de distintos sitios para saber qué fue de aquello. Cuando hicimos Amarika ni había 15-M ni habíamos leído a Toni Negri o Paolo Virno... era algo instintivo, teniendo como única referencia La Casa Invisible [centro social y cultural de gestión ciudadana ubicado en Málaga inmerso ahora en un posible cierre]. Parece que ahora lo asambleario es la solución y resulta que lo que hicimos era anterior.

Lo que sí ha traído esta crisis es que cuando se habla de cultura ya sólo se mencionan los puestos de trabajo que genera, su aportación al PIB... es decir, cuestiones económicas. ¿Que se vuelva a hablar de conocimiento, espíritu crítico y demás es el trabajo que hay que hacer a partir de ahora?

-Claro que sí. Y es muy delicado porque hay una conexión muy íntima y necesaria entre educación y cultura. Entre ambas hay vínculos muy necesarios que son los que están en peligro. Lo veo en la universidad ahora con lo del 3+2, Bolonia y demás... eso nos lleva a un modelo de universidad que es el de una empresa. El otro día le escuchaba a una maestra ya veterana en la radio decir que la universidad no es para buscar trabajo, es para aprender. Ahí está la diferencia. Esa idea lo explica todo. Si no somos capaces de vincular las artes a la educación desde los primeros niveles para crear audiencias, gente con criterio para poder valorar un espectáculo, una película, un concierto y demás, estamos perdidos. Nos van a dar lo que quieran. Ahí la cultura se convierte en una herramienta del poder, que es lo último que puede ser. No digo una herramienta política, que es lo que tiene que ser, sino del poder, que es distinto.

En el sector cultural, ahora que dicen que estamos saliendo de la crisis, ¿el gran peligro es que se vuelva a hablar de continentes, es decir, museos, auditorios, centro culturales...?

-Sí. Es que ahí tenemos un tema de la leche. A mí mentar Krea me pone nervioso, por poner un ejemplo. Lo que no entiendo es cómo no ha habido más respuesta ciudadana ante eso. Y hay otros casos. Mira Montehermoso, cómo se lo han cargado y nadie ha dicho nada.

¿Por qué llega ese silencio?

-Porque los espacios se llenan para cumplir el expediente. Es muy fácil hacer exposiciones. Del champiñón, de... Todo es mostrable. Y parece que eso es cultura porque está en los sitios de la cultura. Pero no lo es. Bueno, o es una cultura celebrativa, de la inauguración.

Ante ese panorama, si ahora se encontrase con aquel Fito Rodríguez recién licenciado en 1988, ¿qué le diría?

-No me arrepiento de nada. Sabía que no iba a ser fácil. No le diría nada para que se diese los mismos golpes porque eso es lo bonito.