Cuenta la Historia (¿o será la leyenda?) que en mitad del rodaje de El sueño eterno, su director, Howard Hawks, llamó inquieto a sus guionistas, William Faulkner, Leigh Brackett y Jules Furthman. Estaba confundido porque ante la maraña de su argumento no sabía quién mataba al chofer Taylor. Como ninguno supo dar cuenta del enigma, le pusieron un telegrama a Raymond Chandler, el autor de la novela original. La respuesta les dejó estupefactos. Chandler reconoció sorprendido, que tampoco él lo tenía claro. De hecho, nadie lo sabe todavía pero nadie osa ponerle un pero por ello.

Casi setenta años después, Paul Thomas Anderson levanta Puro vicio sobre una tela de araña muy semejante. Y lo paradójico es que, setenta años después, ahora se alzan voces quejumbrosas ante el filme de Anderson porque, dicen, no entienden su argumento, porque hay cabos sueltos... Acusan a Anderson de cineasta moderno y experimental cuando lo que Anderson ha hecho con Puro vicio es un delicado homenaje al cine clásico. Un remake de creyente fervoroso cuya mayor modificación ha sido el contexto temporal. El sueño eterno retrataba la hipocresía moral de los EEUU en el tiempo de la pesadilla nazi y Marlowe ahogaba en whisky la insatisfacción ante un mundo que se canibalizaba. En Puro vicio, Anderson se cuestiona la agonía de una sociedad activamente antibelicista. Un movimiento social que bajo el lema de paz y amor, anestesiaba el dolor existencial a golpe de sexo, marihuana y rock and roll mientras el Gobierno de su país regaba la antigua Indochina con napalm y plomo.

No es fortuito que Anderson se apoyase en la novela de Thomas Pynchon, el más chandleriano de los escritores de su generación, ni que aquí entre los pliegues de secuencias ¿encajadas? a dentelladas, se perciban las huellas de Robert Altman y los hermanos Coen. También (re)aparecen las paradojas del David Lynch de los espacios sin lógica aparente. ¿El común denominador de todos ellos? que, como John Ford, rinden tributo a la masculina figura del heterodoxo outsider norteamericano.

Obsérvese que las huellas que sigue Anderson en este filme pertenecen a gentes inmensas. Tan inmensas como él mismo. Porque sin negar los destellos de Hawks, Altman, Coen y Lynch, pesan tanto o más los estilemas que el propio Anderson ya registró en obras como Pozos de Ambición, The Master y Magnolia. Cine inagotable ante el que este reducido espacio obliga a dejar sin desmenuzar, sin desvelar; como mucho podemos apuntar un esbozo.

De las cosas que se pueden citar, de los paradigmas que conforman el universo de Anderson y que también enhebran Puro vicio, se puede hablar de esa dualidad de personajes masculinos, de su querencia de cronista de una época, de la voluntad de huir de las convenciones, del destierro de lo banal y la alta calidad interpretativa de sus principales protagonistas.

Una película que, más allá de retratar un esperpéntico Chinatown en el tiempo de Charles Mason, redibuja una generación dopada -¿acaso no lo están todas?-, para asestar una incómoda pregunta: ¿Qué pasó con aquella generación que llenó Woodstock un fin de semana y desapareció sin dejar rastro tres años después? Si Woodstock representa una suerte de sermón de la montaña del movimiento hippy, Anderson convoca la imagen de su última cena. Un ritual sin amo(r) ni despedida, un sacramento profano de pizza y cerveza de aquellos que creyeron cambiar el mundo cuando solo eran víctimas de un sueño fugaz provocado por canutos de yerba y la impotencia de saber que la chica amada se iba con quien no debía. Este Marlowe se queda muy solo.