hubo un tiempo en el que la presencia de Tim Burton al frente de un proyecto era garantía de heterodoxia, de riesgo, de originalidad. Eran años de inventiva y mordacidad. Daba igual el género que la historia, Burton se las ingeniaba siempre para imprimir un sello singular y reconocible. En sus manos, un cuento tradicional como Sleepy Hollow; una apropiación más o menos impostada de un icono como el monstruo de Frankenstein, Eduardo Manostijeras; o un biopic maquillado como un ensayo sobre la genialidad y/o la locura, Ed Wood, daban lugar a filmes inolvidables, rebosantes de ideas propias, vibrantes y arrebatados.

Pero, en los últimos tiempos, Burton parece caminar por un sendero de tristeza, su estrella declina, su mordacidad aparece desdentada y su freakismo parece saldo de tienda en decadencia. Big Eyes, la historia de una ilustradora de enorme éxito popular y de oscura vida personal, ofrecía un material excelente.

En cierto modo, entre la desventura de esta pintora que durante años permaneció eclipsada por su marido, un bon vivant que usurpó su trabajo, y la biografía de Ed Wood cabría establecer algunas semejanzas. En aquel caso, Burton cuestionaba la frágil línea de sombra de separa el talento del delirio. Aquí, en Big Eyes, lo que se pone en juego mira hacia el propio valor de la actividad artística, el criterio y la crítica, el pop y sus excesos, el mercado y sus despropósitos. Da igual que Burton haya contado con dos grandes actores, ninguno logra, bajo su batuta, dar ese tono preciso que eleve el relato de la simple ilustración a la encarnación percibida como estremecedora. Con dudas entre armar la caricatura o respetar la literalidad de los hechos, Burton se enreda con un filme de trazo convencional y estructura canónica. Por más que las criaturas de Keane, la pintora protagonista, demanden y sugieran un toque fantástico, su núcleo vertebral carece de imaginación, de interés y de fantasía.