Un comienzo sorprendente y una presencia fascinadora inauguran por todo lo alto La desaparición de Eleanor Rigby. El arranque, lógicamente, no se va a detallar. En cuanto a la fulgurante presencia, digamos su nombre: Jessica Chastain; una de esas actrices que insuflan a sus personajes un toque de distinción, un plus de carisma que está más allá de la fotogenia. Posee esta profesional una suerte de indefinible misterio. Y ese misterio enciende el mecanismo narrativo de un Ned Benson que, durante muchas secuencias, da pruebas de un gran sentido para la composición. Benson tiene 37 años y una carrera corta.

La desaparición de Eleanor Rigby surge como su primer largometraje, como esa obra iniciática concebida como un tríptico singular en torno a un mismo relato narrado desde puntos de vista diferentes. Como delata el título, el filme invoca al espíritu beatle y, aunque la cosa no guarde una relación directa con el cuarteto de Liverpool, sí que su ADN sabe del ánimo pop de las baladas tiernas de Lennon y McCartney. Dicho de otro modo. La desaparición de Eleanor Rigby desgrana una historia que habla de una pareja enamorada víctima de un desgarro sentimental. Con Jessica Chastain como bandera y con James McAvoy como coprotagonista, este filme habla del dolor ante la pérdida de un ser querido, del desbrujulamiento de un ser humano roto por el roce con la muerte, de la pérdida de identidad y de la necesidad de reinventarse una vida.

Benson se lanza a tumba abierta, pero desconfía del material del que parte. De ahí que retuerza la cronología de los hechos para alimentar un enigma impostado que, a medida que el espectador descubre, menos interés conserva por lo que resta. Esa falta de tensión, por un deseo de generarla en exceso, dificulta los perfiles de un melodrama sobre las relaciones personales, la madurez y esas etapas de la vida por la que los hijos de hoy, son los padres de mañana.