MADRID. Y algo insólito: las mollejas de cordero no son cosa que se encuentre con facilidad en una carnicería. Ni siquiera en una casquería. Es uno de esos productos que suelen traerse solo por encargo, normalmente de algún restaurante. No se exponen en el mostrador. De manera que el hecho de que mi carnicero desviara unas pocas para mí es algo que me llena de satisfacción y gratitud.

Guardo recuerdos gratísimos de algunos platos de mollejas que he tenido la fortuna de disfrutar en mi vida.

He de decir que mis niveles de colesterol son y han sido siempre irrisorios. Y, la verdad, aunque no lo fueran, cómo no recordar las mollejas de ternera sobre crema de queso ahumado (San Simón da Costa) de Rafa Centeno, que pido siempre en su restaurante Maruja Limón, en Vigo; o la versión con hongos y berza, en caldo de pichón, que me dio Diego Bello cuando estaba al frente del Playa Club coruñés y un "ris de veau à la crème", con deliciosa escolta de morillas, que disfruté, en ocasión memorable (magnífica comida, excelente borgoña, estupendo ambiente e inmejorable compañía) en el parisino Chez Georges, de la rue du Mail de la capital francesa. Todas ellas, con mollejas de ternera.

Mollejas. Inevitablemente me hacen pensar en aquellos tiempos de cuyo final se cumplen ahora cien años, los anteriores a la guerra del catorce, que el mundo llamó Belle Époque, en la que el rey de la gran cocina mundial (o sea: francesa) era el gran Auguste Escoffier.

Un Escoffier que publicó hasta cuarenta y siete recetas para mollejas, entre cordero y ternera, y que llegó a dedicarle una a la soprano Nellie Melba; pero como también le dedicó un postre, la 'Copa Melba', que se hizo archifamosa, esas mollejas no pasaron a la historia.

Las mollejas intervenían en recetas bastante complicadas, como en la guarnición llamada 'financiera', que empleaba ingredientes de alto precio y rareza, nada más lógico con ese nombre; pero las grandes recetas creadas para ellas son, también, ricas en aderezos costosos: no suelen faltar las trufas, el foie-gras...

Nuestra 'Marquesa de Parabere' incluye en su obra una receta (mollejas de cordero en cajitas -de porcelana, no de papel- a la Montglas) que inicia así: "mollejitas de cordero aderezadas con foie-gras, lengua a la escarlata, trufas y champiñones, salseadas con una salsa al Jerez". Buenas tienen que estar, aunque no siempre la suma de muchas cosas buenas da una cosa mejor.

Decidimos, en casa, hacer un guiño a la Belle Époque con nuestras mollejitas de cordero, así que una vez puestas en estado de merecer (desangradas en agua fría, escaldadas hasta que flotaron en agua que se llevó a ebullición, refrescadas, escurridas y formateadas según arte), se pasó a la receta; partíamos de una de Escoffier, pero la versión final surgió de la conjunción de una maravillosa casualidad: teníamos las mollejitas... y teníamos un magnífico jugo resultante de haber asado el día anterior, para agasajar en casa a unos buenos amigos, un espectacular roastbeef.

Inmaculadamente limpias nuestras mollejas, procedimos a salpimentarlas y rebozarlas con harina andaluza de freír, por el expeditivo sistema de poner ambas cosas en una bolsita de plástico y agitarla. Esa harina hará que al freírlas se forme una capa crujiente deliciosa.

Fritas las mollejas, las distribuimos en unos volovanes recién horneados, donde les unimos unos champiñoncitos salteados y la maravillosa salsa que se obtiene preparando un roux oscuro, al que adicionamos algo de nata y, claro, el ya citado jugo del asado de la noche anterior. Coronamos cada volován (vol-au-vent, ya saben) con unas mollejas, espolvoreamos perejil picadísimo y a la mesa, bien caliente todo.

Falta la compañía líquida. Lo clásico sería echar mano de un tinto de buen origen y excelente añada; lo elegiría con los taninos bien domados, nada agresivo, amable y aterciopelado, pero con personalidad y un bouquet impecable. Un tempranillo, desde luego, de cosecha importante.

Claro que a la suavidad de las mollejas (no en vano la palabra inglesa para ellas es "sweetbreads", literalmente "panes dulces") les va a las mil maravillas un buen espumoso, sea de Reims o del Penedès, de similares características: una cosecha excelente, así que un millesimé. Por supuesto, lo más brut que pueda darse.

Y es que, qué bebida pega mejor con los fastos y fiestas de aquella época que nuestros abuelos definieron como 'bella'. ¿Ris d'agneau avec sauce brune y un gran champagne? ¿no les empieza a sonar el vals de "La viuda alegre"? A mí, sí, así que, recordando las fiestas del Conde Danilo en el Maxim's de aquellos años, brindaré en memoria de Franz Lehar.