Si hablamos de huevos de Pascua, lo más fácil será que ustedes piensen en esos huevos de chocolate que tanto admiraban en los escaparates de las dulcerías cuando eran niños, con la esperanza, a veces hecha realidad, de que alguien les regalara uno de esos tentadores huevos, fuera o no su padrino, que es quien tiene la obligación de hacerlo.

Otros, más leídos, quizá piensen en el Easter Egg Roll, que tiene lugar cada lunes de Pascua en los jardines de la Casa Blanca: los niños invitados han de hacer rodar los huevos con ayuda de una cuchara de madera de mango largo. Vieja costumbre, recuperada en tiempos del presidente Eisenhower.

Huevos de Pascua son los unos y los otros, pero no vamos a ocuparnos de ellos. Sucede que, aunque no lo sepamos, estamos en pascua. Cada vez es menos frecuente la vieja fórmula con la que solíamos desearnos felicidad en estas fechas: Felices Pascuas, expresión que era seguida casi siempre del clásico "y próspero Año Nuevo". Hoy se usa más el "Feliz Navidad" (también en plural, como si hubiera varias) y hasta el neutro e insípido "Felices Fiestas", que será políticamente correcto, pero nada específico de estos días.

La cosa es que el calendario litúrgico contempla tantas pascuas como témporas, es decir, cuatro: la de Epifanía, la de Resurrección (la clásica Pascua Florida), la de Pentecostés y la de Navidad. O sea, que en Pascuas estamos... y nada nos impide ennoblecer unos huevos y darles la categoría de pascuales.

No emularemos a los maestros chocolateros: no usaremos chocolate, sino un producto muy de esta época: trufa negra. La de siempre, la Tuber melanosporum. Cerciórense de que se trata de ella, y no de la trufa llamada de invierno (T. brumale), de menor calidad, y mucho menos de la trufa china (T. indicum), que tiene mucho menos aroma y en la boca ofrece la textura del corcho.

Fuimos en busca de nuestra trufa a nuestro particular bosque de la madrileña calle de Ayala, donde adquirimos un ejemplar del tamaño de una pelota de ping-pong (perdón: tenis de mesa) que nos costó veinte euros. Era perfecta para nuestra intención, y la inversión tampoco fue para tanto, más o menos lo que cuesta una copa en un sitio de moda... y la trufa nos da más satisfacciones.

Lo primero que hicimos con ella, al llegar a casa, fue dedicarla a perfumar unos cuantos huevos. Para ello la metimos en un recipiente de cierre hermético (vale desde un táper a un tarro de cristal con cierre a presión) en compañía de unos cuantos huevos: los que quepan.

La cáscara del huevo es muy porosa, de modo que el aroma de la trufa se introduce en su interior y les confiere un matiz único, sin que el hongo pierda ninguna de sus virtudes. Una noche de convivencia ovo-trufera será suficiente.

Para proceder, preparamos tantas tacitas (de las que nuestras abuelas llamaban pocillo) como huevos vayamos a cocinar. Forramos su interior con papel film de cocina, dejando una buena cola que sobresalga. Vamos cascando los huevos y vertiendo su interior en estos nidos; una vez dentro el huevo, cerramos el envoltorio, que atamos por encima del huevo apretando bien.

Ponemos los huevos en agua hirviendo, donde los mantendremos el tiempo necesario para escalfarlos, de modo que la clara quede de un blanco impoluto, cuajada, sin que la yema se aparte mucho del estado líquido: como mucho, debe quedarnos cremosa. Cosa de cuatro o cinco minutos. Para servir los huevos, cortamos los paquetes con una tijera y dejamos que el huevo se deslice sobre el plato, que debe estar caliente. Por otra parte, habremos reducido la trufa, o parte de ella, al estado de láminas finas, algo muy fácil de hacer con el adminículo llamado mandolina, pero que tampoco ofrece mayores dificultades si lo hacemos a cuchillo.

Vamos colocando unas cuantas láminas de trufa sobre cada huevo, en lo que es un apetitoso y sugerente negro sobre blanco, que matizaremos en seguida esparciendo sobre cada conjunto unos pétalos de sal marina (blanco sobre negro). Hagan todo esto rápidamente, para evitar que se cuaje la yema, pero de forma que el calor del huevo potencie el aroma de la trufa.

Acompañen estos huevos de Pascua con un cava de gama alta, bien brut y bien frío... o con un champaña en las mismas condiciones: estos vinos alegres se entienden maravillosamente bien con la que Brillat-Savarin llamó "la emperatriz subterránea" y el marqués de Cussy, "diamante negro de la cocina".

Es un plato delicioso, lleno de aroma, muy elegante. Ustedes despáchense un par de ejemplares de estos huevos por cabeza... y santas Pascuas, que si no son floridas, sí que son... trufadas.