en esa cuenta atrás que es la lectura de todo palmarés, a falta de la Concha de Oro, galardón que finalmente fue para Pelo Malo, la sensación era que el jurado estaba aplicando con precisión y rigor la sensatez de la lógica. O sea, que estábamos en las manos más solventes y con mejor criterio de, digamos los últimos 20 años, por no acudir a la prehistoria. Es más, hasta ese momento, todos los que merecían premio, ya lo habían recibido. La pregunta era, ¿quién falta? Sorprendentemente y por unanimidad, para el jurado de la 61ª edición del Zinemaldia, el premio a la mejor película correspondía a la obra más humilde, a la de menor presupuesto, a una pieza que ejemplifica un modelo de producción que prima el talento, el riesgo y la independencia.
Descolgada de todas las quinielas, aunque en estas páginas en su presentación ya decíamos que el largometraje de Mariana Rondón era de esos que comienzan con titubeos para acabar con brillantez, Pelo Malo, fue la sorpresa de la noche, ese mazazo imprevisto que, sin embargo, certifica la coherencia del jurado y, quizás, su debilidad. La historia de Pelo Malo es la lucha de un niño desorientado sobre su opción sexual, su obsesión por su pelo rizado y la creciente irritación de su madre preocupada por la evidencia de su homosexualidad, es de lo que aparentemente se ocupa. Las debilidades interpretativas y los tartamudeos de un casting maniatado por la pobreza de su presupuesto encontraban, ya lo decíamos, el contrapunto de un protagonista sin apellidos. La ciudad, las casas, la sociedad venezolana en un momento en el que Hugo Chávez afrontaba sus últimos días. Ese telón de fondo, esa radiografía social, hace que Pelo Malo sublime la aparente pequeñez de su anécdota argumental para devenir en metáfora de una realidad necesitada de libertad, tolerancia, esperanza y alegría.
Con Pelo Malo, elección valiente y arriesgada, aunque sin duda muy seducida por la reivindicación homosexual de su guion, cuestión que sin duda contribuyó a su reconocimiento, el jurado presidido por Todd Haynes y en el que había gentes tan diversas como David Byrne y Cesc Gay, afrontaba su decisión más subjetiva. Más a flor de piel, más a nivel de entrañas. En el cine, por fortuna, la emoción también cuenta mucho.
El resto del palmarés ha sido pura aplicación del sentido común, seria exhibición de un tribunal con criterio y conocimiento. Veámoslo. En el triunfo de La herida, filme sólido y denso, sin resquicios ni concesiones; en el reconocimiento a Caníbal, fascinante y arriesgado ensayo de bellísima factura y de poliédricas lecturas; en la confirmación del mexicano Fernando Eimbcke y su minimalismo poético; en el guiño al talento interpretativo de Jim Broadbent en esa comedia de ropaje comercial, de oficio industrial, hecha de guiño/homenaje/copia al hacer de Linklater; y en el abrazo afectuoso y agradecido al inmenso Tavernier y su acercamiento al mundo del cómic que, aunque no nos depare lo mejor de su filmografía, no carece de interés ni de voluntad de pellizcar la farsa política, se esculpe, con sabiduría, el resumen de lo único salvable en una edición que comienza a dar señales preocupantes.
cuestiones para una reflexión Por más paños calientes que se le quieran aplicar a lo que ha sido esta edición, salvo empecinamientos en ver un hermoso traje a un emperador al que nadie extrañaría en una playa nudista, hay algunos síntomas para, como mínimo, reflexionar. Al Zinemaldia nadie le puede exigir que compita y, ni mucho menos, que supere a eventos como los festivales de Berlín o Venecia. Razones políticas, sociales, presupuestarias e incluso históricas, que también cuentan, establecen una enorme diferencia. Tratar de creerse hegemónico en esos escaparates sería tan desacertado como despellejar a los responsables de la Real Sociedad, por no dejar fuera de competición de la Champions al Bayer, al Manchester United, a la Juventus y al Barça.
Ahora bien, sí se le puede pedir al equipo para el que se desea lo mejor, que haga un buen partido, que juegue con intensidad, que disfrute en y con el juego y que sepa convertir sus limitaciones en ventajas y atributos. Dicho de otra manera, un tercio de las películas a competición no debieran haber estado. ¿Qué aportan en este escenario títulos como las películas de Atom Egoyan y Jonathan Teplitzsky, si ni siquiera vinieron sus estrellas? ¿Qué hace en competición un David Trueba con un filme tan maravillosamente eficaz como comercial y por qué no están aquí autores como Serra, Hong Sang-soo y Lois Patiño, galardonados en el reciente festival de Locarno? Una cosa es que el Chelsea te gane y te "quite" un jugador, otra que el Betis te ponga en evidencia y se lleve a los dos o tres mejores hombres de tu propio equipo.
HABLEMOS TAMBIÉN DE CANTIDAD Este año, las secciones oficiales de Venecia, Berlín, Locarno? presentaban a competición una veintena de títulos. ¿Zinemaldia? Un tercio menos. Apenas trece. Si tenemos en cuenta que tres de ellos -La herida, Caníbal y Quai d´Orsay- provienen de la misma distribuidora, Golem, y que los tres han figurado en el palmarés final, tenemos despejada la incógnita que suministra una cuarta parte de la programación -lo mejor- de la Sección Oficial.
Si además seguimos sumando, y decimos que esa misma distribuidora ha aportado otros cinco títulos en otras secciones, y que entre ellos se cuenta el merecidísimo Premio del Público, al siempre aquí ninguneado Kore-eda, y que también entre las perlas se aportaba la soberbia cinta rumana, ganadora en Berlín, La respuesta del hijo, la perturbadora nueva película del Ozon que ganó el año pasado o la sorprendente La jaula de oro, descubrimos una de las columnas fundamentales que ha mantenido en pie el Zinemaldia de su 61ª edición.
Al hilo de estas cuestiones hay preguntas. Ciertamente resultaría aceptable que la Sección Oficial redujera su parrilla de propuestas si se hiciera para evitar en ella obras menores. No hace falta que tengamos 18 títulos a competición, pero si tenemos una docena, ¿por qué no fue mejor de lo que ha sido?
Al tiempo que la Sección Oficial adelgaza hasta la anemia, en su lugar, se multiplican las secciones: cine y cocina, cine y deporte, cine y escuelas, cine y lo que dé publicidad? Siempre que tras la palabra cine viene algo detrás, sabemos que lo que venga a continuación restará calidad e interés a lo que realmente importa: la expresión cinematográfica. Y el Zinemaldia, un festival de cine con un presupuesto de más de 7 millones de euros, no necesita acudir a esos reclamos menores propios de muestras y ferias sociales.
Sin embargo, en el otro lado, allí donde se gradúan las gafas que resaltan los brillos del traje imperial, la respuesta del público a la programación lleva camino de batir todos los récords.
Salvo las sesiones retrospectivas, los llenos han sido abrumadores.
Solo han funcionado con peor suerte y más discreción, el ciclo dedicado a Oshima, tan interesante como mal atendido y peor entendido por el público, y el de la animación, más discutible porque, como el dedicado a la comedia americana o al thriller, en su mayor parte su contenido se encuentra en las estanterías de cualquier vídeo-club.
Esa es la cuestión. Esta edición del Zinemaldia ha logrado un fenómeno singular. Con una Sección Oficial de pocos títulos y un tercio de ellos irrelevantes, sin estrellas mundialmente famosas, ni nombres de prestigio entre las visitas, todo parece ir mejor que bien. Todo son parabienes, sacar pecho y abrazos. Ante ese panorama, la lección del jurado debería tomarse en cuenta. Basta con repasar el palmarés y apostar para el año próximo por ese camino. Único posible no para que se diga que San Sebastián es mejor que Venecia o Berlín sino para (con)formar un festival único y con personalidad, una cita hecha con criterio y calidad; un festival al que venir desde cualquier parte del mundo merezca la pena. En otro caso, se acabará jugando de cara a la galería, para los de casa, solo para socios.