hay muchas maneras de abordar el filme de Álex de la Iglesia. Entre otras cosas porque Álex, como buen friki que es, asume su trabajo desde una pasión arrebatada y con un saber enciclopédico. Ambas circunstancias inciden en la exaltación de la subjetividad y, con ella, en la celebración de lo torrencial, de lo excesivo. Es una falta de medida que corre riesgos y que (casi) siempre acaba siendo víctima del delirio.

En ese sentido, ante la visión de Las brujas de Zugarramurdi cabría establecer un cordón umbilical con su primer largo, Acción mutante, su ópera prima filmada hace ahora exactamente veinte años.

En esa cuerda imaginaria que une este Álex de 2013 con el de su debut, hay un contexto común, los escenarios de Navarra como telón de fondo. Ahora bien, pese a que ambos títulos fueron rodados en buena parte en el territorio foral, los escenarios no pueden ser más diferentes y, en consecuencia, sus contenidos tampoco. En Acción mutante, Álex de la Iglesia, todavía con su Bilbao natal pegado en el cuerpo, ideaba un mundo futuro proyectado en el año 2012. En él convocaba una locura generacional, la aventura de una cuadrilla de descerebrados inmersos en una revolución social, en una guerra contra el mundo.

En aquella ocasión, De la Iglesia utilizó como escenario el laberinto más terrible de todos, el del desierto. La castigada orografía del árido paisaje de las Bardenas cede el testigo veinte años después al pozo oscuro de las cuevas de Zugarramurdi. De lo solar a lo nocturno. De mirar hacia el futuro, a ahondar en el origen. De la celebración jovial de quien no se toma demasiado en serio, en el tiempo de las Olimpiadas de Barcelona y el espejismo del bienestar, al cineasta que ha conocido el éxito y el fracaso en un país en crisis y que ahora vive en una deriva de corrupción sin castigo.

El mejor Álex de los últimos años El cambio es notable pero los estilemas de Álex de la Iglesia permanecen fieles a su naturaleza. En todo caso, ha mejorado la factura, la cobertura técnica. En cuanto al origen argumental de Las brujas de Zugarramurdi, este debe mucho a Frontier(s) (2007), el filme de Xavier Gens que como este arrancaba con un robo al que le seguía una espectacular persecución.

Aquí, de igual forma que en el filme del francés Gens, en esa línea de sombra que marca la división de dos territorios, en esa frontera paradigma de la huída y la liberación, los fugados se encontrarán con el horror en su máxima expresión. La diferencia sustancial es que Álex de la Iglesia se enfrenta a lo fantástico no desde la fe sino desde la ironía y el humor; lo que hace de su película un festival de disparates con un arranque vibrante, buenos diálogos, mejores interpretaciones, humor hábil y mala uva a raudales.

En su zona central, la más débil, el filme se refugia en las parodias de las aventuras de casas de fantasmas y monstruos, para, en su desenlace, organizar un akelarre abradacabrante con la música de Mikel Laboa y con un desfile desmadrado arrancado al mundo del carnaval vasco que deja en evidencia el hacer de los Wachovski en Matrix.

Con Las brujas de Zugarramurdi regresa el mejor Alex de la Iglesia de los últimos años. De hecho, se diría que se trata de una suerte de reverso de El día de la bestia, hasta ahora y por mayoría considerado su mejor trabajo. También regresa ese Álex de la Iglesia que se mancha las manos y que no duda en proyectar sus propios fantasmas, sus heridas interiores como si el cine pudiera ser terapia y venganza, altavoz y exorcismo de sus propios dolores. Si es posible no molestarse con la visión misógina que alimenta su mirada hacia lo femenino emblematizado en esa diosa madre, una feroz y devoradora Venus de Willendorf que preside el holocausto final, todo resultaría casi perfecto. Con Álex de la Iglesia, la obra redonda, definitivamente, no existe. La contención tampoco.