El desarrollismo político de transición política tras la muerte del dictador Franco trajo como consecuencia una libertad de expresión e información inédita en la historia contemporánea española que permitió una expansión de los medios, de manera sobresaliente de los audiovisuales.

Aquellas bocanadas de aire nuevo democrático fueron creando un clima de libre expresión de ideas, proyectos y opiniones que a velocidad de crucero se instalaron en los consumos de las audiencias que contemplaron el hiperdesarrollo de un modo de presentar la actualidad como es el debate, característico de viejos y nuevos medios que los convirtieron en señas de identidad de las distintas marcas en radio y tele.

La proliferación y abundancia de debates y debatientes ha creado una maraña de mensajes difíciles de digerir por la audiencia que estragada de ruidos, insultos, pisoteos, gritos y mamoneos, termina por caer derrotada ante el empuje de la verborrea estúpida y todolosabe. Los debates se han convertido en astracanadas que repiten pautas, modelos y formatos con aburrida continuidad que Dios sabe dónde parará o en que estercolero devendrá.

Con lo fácil y sencillo que es organizar un debate sobre tema cualquiera con un mínimo de orden y concierto, respetando media docena de normas en pos de la eficacia del mensaje lanzado a la audiencia que debe ser la protagonista del formato frente a alaridos, imbecilidades y estupideces de payasos de turno, que se creen dueños de verdad y están ayunos de inteligencia y elegancia democrática. Respetar el turno, no mezclar las intervenciones, no interrumpir al otro, posicionarse con claridad y rigor, sentir el debate como algo informativo no como un numerito circense son pequeñas pautas a aplicar y hacer realidad el debate que todos soñamos y con el que todos ganaremos en democracia.