Dirección y guión: Harmony Korine. Intérpretes: James Franco, Selena Gomez, Vanessa Hudgens, Ashley Benson, Rachel Korine, Heather Morris y Ashley Lendzion. Nacionalidad: USA. 2012. Duración: 94 minutos

Un aviso para desinformados: esto no tiene nada que ver con la celebrada nueva comedia americana. Aquí no se exprime el filón de resacones en casinos ni se cuentan las proezas de vírgenes cuarentones. Que perdonen los que sí conocen a Harmony Korine, porque ellos ya saben que nada de lo que aquí acontezca resulta gratuito. Tampoco nada es lo que aparenta. De hecho, estas primaverales criaturas que sirven de llamada al espectador hormonado de mucho acné y poco seso, corren el peligro de confundirles por completo.

Ubiquemos a Harmony Korine (California,1973), un cineasta ante el que no caben tibiezas. Korine participó en el Dogma 95 de von Trier, filmó a su tío esquizofrénico y no dudó en llamar como actor a Werner Herzog. Ha hecho videoclips para Sonic Youth y se mueve en un terreno de alta creatividad artística asimiladora de los lenguajes contemporáneos. Su dominio del léxico fílmico lo sitúa a la altura de Haneke. La diferencia, enorme diferencia entre ambos, es que el norteamericano se abrocha a la MTV mientras que el austriaco-alemán se refugia en Bach y sus variaciones. Cuatro siglos separan sus fuentes nutricias pero quien esto escribe no tiene ningún empacho en apreciar ambos. Korine, como director ha firmado Gummo (1997); Julien Donkey-Boy,(1999); Mr. Lonely (2007) y Trash Humpers (2009). Obras de culto en medio mundo, aquí sin eco alguno. En todo caso a Korine se le recuerda por su hacer como guionista para Larry Clark, el (re)conocido fotógrafo que debutó como director plasmando la auto-experiencia vital de Korine volcada primero en Kids, luego en Ken Park.

En este filme que empieza juvenil, que se regodea con David Lynch y que da lecciones de inteligencia y perversidad a Oliver Stone, Korine realiza al menos tres quiebros narrativos que provocan una suerte de desplazamiento emocional en el espectador. Bajo una apariencia naif, Spring Breakers pulsa y compone sensaciones oscuras, turbias y nada inocentes.

El armazón argumental, filmado con cámara nerviosa, estilo anfetamínico y pulso amoral, parte de cuatro adolescentes de aspecto angelical. Con motivo de una escapada estudiantil, una suerte de botellón en Florida, deciden unirse a sus compañeros. Como andan justas de dinero y largas en osadía, como carecen de una percepción madura del bien y del mal y como resultan ser tan desvergonzadamente frescas y atractivas como descerebradas y superficiales, imitan a los personajes de, pongamos, el Pulp Fiction de Tarantino. Roban y no les sale mal. Y el dinero fácil les facilita un subidón al exceso. Beben, se rozan, se humedecen y se abisman ante la irrupción de un canalla -¿bueno?-, genialmente interpretado por un James Franco inolvidable.

El dominio de la cámara de Korine, de ahí la comparación con el Haneke de Funny Games, resulta tan portentoso, hace tan fácil lo que otros directores no logran jamás, que cuando su película penetra en lo que se percibe un drama sobrecogedor y cuando el espectador comienza a sentir estremecimientos ante la evolución de los personajes, cambia de aguas para salir por los lugares menos previsibles y menos previstos.

Hay algo bretchiano en ese proceder, un deseo de romperle al espectador su ingenuidad proyectiva, de zafarlo de su hermenéutica convencional. A Korine no le interesa edificar un filme sólido en el que el público se sienta reflejado e identificado. Él desea dinamitar los prejuicios y provocar una suerte de desbrujulamiento que lleve a cuestionar la decadencia de un sistema de valores que consagra como hegemónica la estulticia, la irresponsabilidad y una suerte de perversión de plástico, irrealidad y sexo.