No nos lo inventamos: ya en la Constitución aparecen los compromisos de los poderes públicos con la cultura. En su preámbulo se dice que el Estado "proclama su voluntad de proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de sus culturas y tradiciones y de promover el progreso de la cultura". En el artículo 9.2 se apunta que "corresponde a los poderes públicos (...) facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida cultural"; en el 46: "los poderes públicos garantizarán la conservación y promoverán el enriquecimiento del patrimonio (...) cultural de los pueblos de España (...)"; en el 48: "los poderes públicos promoverán las condiciones para la participación libre y eficaz de la juventud en el desarrollo (...) cultural"; y en el 50: "los poderes públicos promoverán el bienestar de los ciudadanos de la tercera edad (…) que atenderán sus problemas específicos de (...) cultura."

Dicho esto, podemos afirmar que alrededor del año 2000, en nuestra provincia, nuestros poderes públicos pierden cualquier compromiso directo con la cultura, con el tejido artístico local, delegando éste en una serie de infraestructuras intermedias: el Ayuntamiento encomienda sus responsabilidades culturales a Montehermoso y la Diputación, a Artium. La política se aleja así del arte pues desde ahora son los técnicos de estos espacios los que deben de incentivar "la vida cultural" en nuestro territorio. Pero esto no sucede, pues la cultura se desliza por el precipicio de la festivilización, del acto celebrativo. Y, también y en ese mismo sentido, apuesta por alimentar el fenómeno del turismo cultural: atraer turistas a nuestra ciudad para que gasten, consuman, lo que sea. Nos encontramos, por lo tanto, con una cultura al servicio del entretenimiento, vaciándose de cualquier contenido crítico, de enjundia. Banalizándose, en definitiva. Y en este contexto los agentes culturales y artísticos cercanos se convierten en "extras de película", asistiendo a las cientos de inauguraciones que se producen y, como mucho, alimentando en parte el aparato expositivo de las nuevas infraestructuras creadas pues se establece una especie de "cupo" para ellos. Así, el artista queda desactivado: su papel se centra sólo en esperar a que le llegue "su momento", el momento de exponer. Lo que provoca que vea al resto de artistas no como aliados para incidir de alguna manera en las políticas culturales de su ciudad, sino como mera competencia.

Y ahora esas infraestructuras están en crisis. Por tanto la ruptura de lo público con el contexto local es total: los intermediarios no median. Y así, constatamos como la única iniciativa existente en el País Vasco que promueve el arte cercano y emergente (Inmersiones) se ha gestionado en nuestra ciudad pero fuera de unas instituciones que ahora piensan en su supervivencia. La supervivencia de los intermediarios. Pero… ¿quién vela por la supervivencia del arte, de la cultura cercana? Nadie.