El potencial comunicativo de las retransmisiones televisivas está en su capacidad de crear una realidad inmediata a partir de las imágenes seleccionadas por cámaras y realizador. Esta sensación de inmediatez, de realidad, exige un ejercicio de realización diáfano y enriquecedor que haga sentir al espectador que está en medio del evento retransmitido, que forma parte de lo retransmitido como invitado privilegiado capaz de contemplar múltiples ángulos de lo que está ocurriendo y es retransmitido en vivo y en directo. Lo contrario es planteamiento informativo erróneo y el resultado deviene en ejercicio de imágenes previstas, acartonadas y monótonas. Algo de eso ocurrió con motivo de la entrega de los premios Príncipe de Asturias en el teatro Campoamor de la localidad ovetense. El producto televisivo de largo minutaje respondió a una escaleta de realización donde todo estaba minutado, marcado y señalado y así los protagonistas se movían con envarado comportamiento y movimiento tirititeril, lejos de la frescura y vitalidad necesaria en un acto donde se reconoce a entregados profesionales de disciplinas varias. Todo controlado al segundo construyendo una efímera realidad de un espectáculo estirado, hueco y almidonado con reiteración de detalles de vasallaje medieval como el continuado saludo reverencial a la madre del Borbón. Todo planchado, lavado y perfumado como cuento de hadas en una sociedad herida con millones de desempleados y zozobrando con destino a no se sabe qué destino. Pero lo de Oviedo perfecto, pulido y encantador con demostrada habilidad de los responsables para escamotear protesta ciudadana y banderas republicanas ondeando en la vetusta ciudad asturiana. La Monarquía que se alineó con el pueblo el 23-F, necesita aire fresco y no representaciones de cartón piedra. Flaco favor.
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