Siempre se ha dicho que la envidia es el pecado más típicamente español de los que la iglesia llama "capitales", como si la envidia fuese un sentimiento desconocido entre los habitantes de las islas Kuriles y exclusivo de los nacidos en esta península.
Lo primero que había que discutir es si la envidia es pecado, claro. Dice el DRAE que envidia es "tristeza o pesar del bien ajeno", y sentir eso es, más que nada, una pena. Pero también define la envidia como "emulación, deseo de algo que no se posee"; y eso no me parece tan mal.
A mí hay unas cuantas cosas que me dan envidia. No son cosas materiales. Pero, por ejemplo, envidio a las personas que son capaces de trinchar un ave con toda elegancia y naturalidad: el arte del trinchado, la llamada arte cisoria, es una de las muchas cosas para las que reconozco que soy perfectamente inútil.
Ante la posibilidad de tener que trinchar un ave, sea una tórtola, sea una pularda, experimento la misma sensación que la que dice Larra (en El castellano viejo) que sentía uno de los invitados a la comida en casa de su amigo Braulio, encargado de trinchar un capón, que entre sudores gemía: "¡este capón no tiene coyunturas!".
Claro, iba uno a Zalacain, pedía un ave, llegaba ese gran maître que es José Jiménez Blas y, en un periquete y como quien hace otra cosa, en dos o tres tajos dejaba la pieza distribuida y perfectamente cortada. Era un espectáculo. Y yo envidiaba esa habilidad, para la que no he sido llamado, por mucho que haya leído el Arte Cisoria, de Enrique de Villena, o consultado las instrucciones de autores como Ángel Muro o la Parabere.
Pero bueno, que un particular no sea hábil (o sea completamente negado) para trinchar un ave tiene un pase. Pero que no lo sea quien tiene la responsabilidad de venderla... tiene delito.
Cuando, hace ya más de treinta años, empecé a escribir de estas cosas, teníamos una sana envidia (vamos a llamar "sana envidia" a ese afán de emulación) hacia los franceses. Entre otras muchas cosas relacionadas con la gastronomía, por la habilidad con la que sus carniceros cortaban la carne: nos parecía una obra de arte, mientras que a este lado de los Pirineos lo normal era que la carne se cortase... a machetazos. La carne y, claro, las aves y los pescados: lo de la mayor parte de las pescaderías era penoso.
manazas "Es que en Francia, para ser carnicero hay que hacer unos cursos", nos explicaba quien estaba enterado. "Pues que se hagan aquí", contestábamos nosotros. Bueno, las cosas han cambiado mucho. Para bien. Hoy yo me abastezco en una carnicería, una pollería y una pescadería cuyos responsables y empleados son verdaderos profesionales y manejan los cuchillos con total habilidad y eficacia: no pienso cambiar de proveedores, y les recomiendo que, si es su caso, hagan lo mismo.
Pero todavía quedan manazas capaces de destrozar un costillar, estropear una lubina o inutilizar una gallina. Hace unos días, unos amigos nos dijeron que se habían hecho con un pollo "de los de verdad", y nos invitaron a compartirlo. Pollo... Aquello parecía un avestruz pequeño. Pollo de corral, o "de corredoira", como se dice en Galicia. Más de tres kilos. Cada uno de sus muslos parecía una pierna de lechal. No sé si llamarle pollo, o darle tratamiento de gallo. Estaba ya troceado... de cualquier manera. Pésimamente cortado. Más que cortado, descuartizado. Un animal de ese porte, de esa calidad, merecía un mejor tratamiento post mortem.
Así que decidimos dárselo nosotros, en la cocina. Como nuestros amigos disponen de huerto y jardín, la opción elegida fue ponerlo a las finas hierbas, entendiendo por tales no las "reglamentarias" (perejil, cebollino, perifollo, estragón...) sino las que mejor nos pareciesen de las que allí crecían: romero, salvia y hierba luisa.
Lavados, secados y salpimentados los trozos (ocho: contramuslos, muslos, alones y pechugas; lo demás, para un caldito) los pusimos en una fuente de horno. Los regamos con un hilo de aceite virgen. Intercalamos entre los trozos nuestras hierbas recién cortadas. También pusimos un limón, directo del vecino limonero, un hermoso limón sin tratamientos ni ceras, cortado en cuartos. Horno fuerte, para que se empezase a dorar el pollo. A partir de ahí, y con el añadido de medio vasito de agua y unas patatas enteras peladas, horno a 180... y paciencia. Nos llevó dos horas, durante las cuales lo fuimos rociando de vez en cuando con su propio jugo. A la mesa, con las patatitas asadas en ese propio jugo.
Mal cortado, pero... Carnes oscuras de color, poderosas de sabor, perfectamente aromatizadas por las hierbas y el limón... Sabores limpios, rústicos, antiguos y entrañables, subrayados por un excelente Ribera del Duero.
Ciertamente, quien troceó el pollo en crudo no era, precisamente, un artista. Aún queda camino que recorrer. Pero... qué quieren que les diga: no se imaginan lo tranquilo que me quedé cuando supe que, esta vez, no había que trinchar el pollo en la mesa: lo disfruté muchísimo más, sin tener que sudar buscándole "las coyunturas".