Madrid. A medida que uno va creciendo y haciéndose mayor va reordenando sus escalas de valores, entre ellas, y de manera muy especial, la gastronómica; hay personas que jamás abandonan las filias y fobias adquiridas en la infancia, pero lo normal, lo sabio, es que los gustos, según se van educando, evolucionen. Es una evolución, en la gran mayoría de los casos, positiva; es más fácil que, con los años, acabe gustándonos algo que, de niños, no podíamos ni probar; es mucho más raro que se dé el fenómeno contrario, aunque no que disminuya el aprecio por un determinado manjar.
De los pescados de mi infancia recuerdo cosas como la merluza (desde las grandes piezas a las ahora ilegales cariocas o "pescadillas de enroscar", que se servían mordiéndose la cola, fritas); el gallo, al que en Coruña se le llamaba, y se le llama, meiga; las fanecas; los panchos (besugos pequeños)... Y, claro, la robaliza. Yo, la verdad, no le daba demasiado valor a la robaliza. Empecé a tomarla en serio cuando le cambié el nombre y la llamé lubina. En casa, las robalizas (de ración, pero no de piscifactoría: en la ría había, y aún hay, bastante lubina) solían ponerse simplemente cocidas... y a mí el pescado cocido, tipo merluza en blanco, me parecía propio de convalecencias, pero no una exquisitez.
Luego, leyendo a Picadillo, me enteré de que esa, la cocción, era la única manera de preparar la lubina, por su delicadísimo sabor, propia de un gastrónomo. Le fui encontrando matices, y dejó de parecerme una receta para dolientes: la lubina estaba buenísima incluso sencillamente cocida. Claro que luego fui descubriendo que también era una maravilla hecha a la sal, entablé relaciones (satisfactorias, pero menos) con la lubina al hinojo, disfruté alguna vez de la lubina a la pimienta verde de Pedro Subijana...
Imperceptiblemente, la lubina se fue situando en los puestos más altos de mi particular lista de pescados preferidos. Y ese creciente aprecio me volvió partidario de las recetas más sencillas, más respetuosas con el delicado sabor de este voraz lobo marino. Voy teniendo en mi archivo vital unas cuantas lubinas memorables. Y, por fortuna, el archivo sigue enriqueciéndose con nuevas y gratas experiencias.
Una cita El pasado fin de semana, cené en casa de mis amigos Moncho y Merchi, en un paraje ideal sobre la coruñesa presa de Cecebre, justo al lado de la fraga en la que Wenceslao Fernández Flórez situó los episodios de El bosque animado. Al llegar, me presentaron a la protagonista: una lubina magnífica, prácticamente viva, de cerca del par de kilos de peso. Hubiera podido perfectamente ganar un concurso de belleza si hubiera elección de miss lubina.
Se merecía un gran final, en el que nada le hiciese sombra; tenía que ser la protagonista absoluta de una película en cuyo reparto no había lugar para actores secundarios. Por unanimidad, se decidió que el pescado acabase sus días en el horno. Puesta en el recipiente adecuado, se la rodeó de unos cascos de cebolla recién cosechada en huerto propio y de unos limones de la misma procedencia cortados en cuartos; se regó con un hilillo de aceite, se le puso la sal necesaria... y al horno.
Diez minutos a 250 grados; a partir de ahí, tras mojarla con un poco de albariño, a 200, unos veinte minutos más, hasta que estuvo en su punto perfecto, que (se diga lo que se diga) no es otro que aquél en el que las carnes se desprenden de la espina sin dificultad, pero tampoco motu proprio. Sin más dilaciones, a la mesa. Un excelente albariño de Cambados, de Fefiñanes para ser más exactos (el diablo, al tentar a Jesús, le decía: "todo esto te daré, menos Cambados, Fefiñanes y Santo Tomé") sirvió para rendir honores a tal señora.
Porque lo era. Una señora del mar, que no necesitaba adornarse con galas ajenas, ni sesiones de maquillaje o peluquería: tal como era, era inmejorable. Así lo reconocimos los cuatro afortunados comensales... que no dejamos ni rastro de la lubina. Como para dejar algo...
No sé de dónde procedía el pescado, pero me gusta pensar que fuera capturado en las rompientes del Seixo Branco, frente a la roca de A Marola, esa de la que los marineros coruñeses dicen que "quen pasou a Marola, pasou a mar toda" (quien pasó la Marola, pasó la mar toda). Yo la pasé unas cuantas veces. Y disfruté de las excelentísimas robalizas que se buscan la vida en tan batidas aguas.
No sé cómo serían las lubinas que los exquisitos de la Roma imperial preferían, las pescadas entre los dos puentes del Tíber. Serían, según cuenta Columela, buenísimas; pero me temo que el bueno de Lucio Junio, que al fin y al cabo era gaditano, no llegó a conocer las robalizas del Seixo.