Es inevitable. Propones un evento colectivo y siempre surge la pregunta. "¿Qué te ha gustado más?". Es una de esas cuestiones que proponen el comienzo de la conversación, una excusa perfecta para trasladar la charla a otros lugares... El podio es el lugar en el que se miden los atletas. Ese lugar que se sueña y que suele valer bastante menos que el camino que lleva a él. A quien no le satisface la imagen del medallista dorado compartiendo su cajón con sus compañeros de competición. Al fin y al cabo, sin otros, sería difícil inspirarse, comprenderse, vivir. "No es bueno que el hombre este solo". Y menos en lo más alto.

Gusta más el oro. Lo compran en tiendas -también ya la plata; todo es susceptible de usura- que pueblan nuestras ciudades. Pero a cualquiera le gusta subir a uno de los tres lugares. Y en el podio de este año en el Jazz del Siglo XXI... Sí, lo han adivinado, entran seis.

Están esos amigos que siempre llegan los últimos a las citas, pero que -si merecen la pena, si son así-, reciben perdón una y otra vez, pese al enfado. Ibrahim Maalouf lo tuvo fácil. Sin tocar una nota, pelín avergonzado, salió del coche -retraso aéreo- y recibió ya la primera salva de palmas. El espectador gasteiztarra es paciente. Comprende. Sabe que sin otros, sería difícil inspirarse, comprenderse, vivir...

Ibrahim Maalouf es sobrino del célebre escritor Amin Maalouf. Ya está dicho. Olvidémoslo. No hay ningún asomo de nepotismo. Maalouf es una máquina. Puede poner a cantar una melodía a todo el teatro -lara-lara-laraaaaaa- y, a continuación, destripar su trompeta con una banda que podría despertar las fieras en el Azkena Rock Festival. Empezó con Obsession, que marcó todas las reglas del juego, y siguió alternando formas, siempre con el fondo de la intensidad, llevada hasta el extremo del contraste con Beirut, nacida caminando por su ciudad natal, acompañando la desolación por una casual cassette de Led Zeppelin. A él le copertenece el primer cajón de este podio.

El otro es Tigran Hamasyan, que como su colega desobedece los compartimentos estancos y deja que la música amanezca y se desarrolle en su trío. Un trío que, al igual que el sexteto de Maalouf, sabe enhebrar perfectamente la poesía y la contundencia, en un reflejo de lo que es la misma vida, en un cúmulo emocional. Los músicos jóvenes saben que hay que indagar sin encriptar, trabajar sin perder el disfrute. Y eso se nota. Lo notan las notas.

En el segundo cajón -pero con un pie en el primero-, otro trío, Phronesis, que está preparado para muchas cosas. Que, de hecho, lo está tanto que ya las está ejecutando. Lo consigue con un entendimiento milimétrico donde los músicos se encuentran con una naturalidad que les convierte en uno solo. Es lo mismo que le pasa a Gorka Benítez con su música, largamente investigada hasta conseguir un lenguaje personalísimo. Cruzó su concepto en la Konexioa inicial con un Ben Monder que también, hace mucho, descubrió su propio idioma. La fluidez del relato la puso el incontestable batería David Xirgu.

Parece que el tercer cajón debería ser malo. Pero tampoco. Es que el concierto de Dominick Farinacci fue una pequeña delicia con otros paisajes, más cálidos y abiertamente apegados a la tradición norteamericana, pero tan gustosos como cualquiera de las veladas. Otro colega de instrumento le acompaña en el bronce más brillante, Ambrose Akinmusire, que con su quinteto dejó un frenético torrente acompañado de remansos en que su otra boca, la de la trompeta, habló con cuerdas vocales.

No sucede siempre. Cuanto menos se espera, más predispuestas están. Las estrellas se alinean y todo sale redondo cual luna llena, como el pie de una corchea. Y ésta se junta con otra y todo echa a andar. A andar cada tarde hasta un Principal que, cada vez más, se convierte en el auténtico alma de este festival, descubriendo, recibiendo, gozando.

Se escucha mejor. Se ve mejor. Se siente mejor. Y se acomoda uno igual de mal que en Mendi, donde los dobletes, a veces, se hacen largos. Este año ha tocado jugar con ganadores, que conviven en un podio que resiste bien la variedad. Las sombras del Principal lo relajan. Y todos, a buen seguro, están deseando volver, como el público encontrárselos de nuevo. Maalouf llegó tarde, pero había sitio para él, un sitio inolvidable. Un año inolvidable. Un gran aplauso final que resumía la semana, antes de corear de nuevo el 'lara-lara-laraaaaaa'. Porque, sin otros, sería difícil inspirarse, comprenderse, vivir...