Este año se hubiera hartado de escuchar una de sus canciones por antonomasia, embebido el Athletic de Bilbao en cánticos que resultaron más bien cantos de sirena en busca de las orillas del título. Fue una de las principales virtudes de Carmelo Bernaola (Otxandio, 16 de junio de 1929-Madrid, 5 de junio de 2002), ésa que le llevó a combinar con naturalidad -esa naturalidad que sólo se consigue con el trabajo- las raíces, el folklore y la esencia de la música. Su identidad, al fin y al cabo, que supo enriquecer con el dominio del ritmo, la melodía y la regla musical. El ritmo de los calendarios también es certero, y marcaba anteayer el décimo aniversario del maestro vizcaíno, que dejó durante años su semilla en tierras alavesas, como inolvidable director del conservatorio Jesús Guridi.

No hay día que sus canciones o composiciones no suenen. Y eso siempre es decir mucho. Es un pulso ganado por la calidad, y por no poca cantidad. Detallista a la par que prolífica, su musicografía asusta. Música para todo tipo de grupos. Para solistas y corales. Música electroacústica. Música para teatro. Y más de ochenta banda sonoras para cine, Goya incluido por la película Pasodoble. Pim, pam, pum... fuego, Nueve cartas a Berta, Akelarre, Jarrapellejos, Mambrú se fue a la guerra, Soldadito español... No extraña que fuera amigo -además de colega- de Nino Rota.

El cine fue uno de sus grandes amplificadores. Pero quizás la televisión le sacó una cabeza, con esa melodía que se adhirió en el subconsciente colectivo de la mano de Antonio Mercero y su Verano azul. Tampoco millones de telespectadores podrán olvidar nunca la sintonía del programa La clave.

Y pocos, muy pocos miembros de una amplia generación, serían incapaces de seguir esa canción que empieza El cocherito leré... El Premio Nacional es sólo uno de los galardones que arracimó en su carrera, unida a muchos lugares. Hasta ocho calles en sendas poblaciones -Gasteiz incluida- dan fe del viajado pentagrama de Bernaola, que comenzó sus estudios musicales en Medina de Pomar, tocó en la Banda de la Academia de Ingenieros de Burgos, y continuó sus estudios en el Conservatorio de Madrid. Las becas le llevaron a Santiago de Compostela y Roma, donde estudió en la Academia Española de Bellas Artes. De vuelta a Madrid, ocupó la plaza de clarinete en la banda municipal, fue profesor de armonía en el conservatorio y, ya a partir de 1981, dirigió la escuela de música Jesús Guridi de Vitoria, hasta 1991.

Músico referencial de la segunda mitad del XX, este integrante de la Generación del 51 trabajó diez años en Gasteiz, pero su huella ha durado más allá de una y dos décadas. Más allá del nombre de un festival y una calle. Su huella es una melodía que no hay día que deje de sonar.