LA casualidad y/o la voluntad del Zinemaldia presentó en el mismo día dos títulos anclados en la misma temática. Kiseki y Le Skylab son dos películas de protagonismo coral con fuerte presencia del mundo infantil. Ambas corren el peligro de incurrir en la autocomplacencia porque ambas se imponen la tarea de adentrarse en el siempre resbaladizo terreno de la familia y sus circunstancias. Tan parecidas en su contexto como diferentes en su resolución, mientras el cine de Kore-eda daba una nueva lección de saberse mover por el hielo de lo sentimental sin perder el equilibrio, la actriz y directora francesa, Julie Delpy malogra en sus últimos minutos una disciplinada y ágil crónica que permanece fiel a la tradición del cine al que representa.

Para Kore-eda venir a Donostia, hacer un magnífico papel e irse de vacío se ha convertido en una peligrosa tradición. Injustamente tratado por los diferentes jurados que le han tocado en suerte, su Kiseki, traducido en castellano como Milagro, tratará de romper una injusta costumbre. Un deseo para el que no le faltan argumentos pero cuya naturaleza, crónica sentimental, le coloca en una difícil situación en la línea de salida.

Kiseki pertenece al Kore-eda de las inmensas incursiones en el presente. Al cineasta de Nobody knows y Still Walking. Al sensible director de niños capaz de sacar de ellos unas interpretaciones insólitas por su espontaneidad, conmovedoras por su frescura y seductoras por los diálogos que con habilidad de demiurgo Kore-eda escribe y aplica. Su anécdota argumental, después de la excesiva y en muchos tramos fascinante Air Doll, resulta mínima. El milagro que en este filme se invoca consiste simplemente en acercar, en tratar de (re)unir a dos hermanos de corta edad a los que el divorcio de sus padres les ha supuesto una separación. La puesta en marcha del servicio del llamado tren-bala que une las dos ciudades en las que cada uno vive, enciende en su imaginación una insólita posibilidad: la de ir al punto de cruce entre ambos trenes que recorren esa distancia para gritar en voz alta un deseo que, allí, en esa encrucijada, tal vez se cumpla.

Con ese pretexto menor, Kore-eda escribe una obra hondamente divertida. Y es que, tras la apariencia de un cuento sencillo, su película acumula secuencias inmensas. En ellas se producen ininterrumpidamente instantes de emoción que, como los tradicionales pasteles que fabrica el abuelo materno de los niños protagonistas, son suavemente dulces para ser saboreados por paladares adultos que necesitan y saben apreciar algo más que una sobredosis de azúcar. Por eso mismo Kiseki asume el riesgo de ser mal entendida y peor consumida. Sin embargo hay en ella rasgos de genialidad, cine de una singular maestría que no desaprovecha la más mínima expresión.

Kore-eda filma el paisaje -presidido por un volcán que vomita ceniza-, como un haiku que impone al mundo el recuerdo de su fugacidad. Limpiando ese polvo que cae del cielo comienza la película el hermano mayor protagonista. Ante esa amenaza, crece en él, el deseo de restituir lo perdido, recuperar su familia y comenzar de nuevo. Un gesto que se asemeja, en algún modo, a la tarea titánica que describió con serena actitud el David Lynch de Una historia verdadera. Aquí como allí, dos hermanos se reencuentran. Unos al final de su vida, otros, cuando ésta comienza. Y con Lynch comparte Kore-eda la habilidad de darse un baño de sentimentalismo sin perder la lucidez de mostrar el lado amargo de la vida.

Intrínsecamente japonesa, algo obvio en quien ha filmado un cine (re)pensando el legado de autores como Ozu y Mizoguchi, Milagro realiza el prodigio de desatar las emociones sin incurrir en la obscenidad sentimental ni en el masajeo emocional de truco fácil y resolución complaciente. Al contrario. Hay en esta historia infantil, una excepcional madurez. Hay una visión de la existencia y el deber, contagiosas; un positivismo necesario y una resolución inteligente de un Kore-eda que, sin duda, no es el mismo de esa obra cumbre titulada Distance, pero que no renuncia a construir un cine lúcido y sereno, sin estridencias ni concesiones.

SABOR FRANCÉS Durante muchos minutos Julie Delpy hace de Le Skylab un impecable retrato grupal que sigue una larga tradición de ese cine familiar que en Europa dominan mejor que nadie los cineastas franceses. Durante una hora larga, Delpy mueve su cámara en medio de una celebración familiar, el cumpleaños de la abuela, para elaborar un tapiz sobre la Francia de 1979. En la familia conviven, cohabitan y se rozan representantes de lo político y lo social.

Delpy ha repartido los papeles, atenta a recrear en ese microcosmos familiar las sombras y luces de toda una época y lugar. El que se inscribe en su propia memoria con la que, sin duda, se identifica la niña protagonista con la que comparte el origen teatral de sus padres, la edad que tenía en aquel tiempo y, sin duda, algunas anécdotas y recuerdos. Cine de memorias disfrazadas y remozadas en clave ideal, Le Skylab disfruta de algunos diálogos con gracia y de unas interpretaciones convincentes. Simpática y ligera, eficaz y entretenida aunque nada original, Le Skylab se rompe de manera incomprensible en sus últimos minutos en los que Delpy cambia de registro y metamorfosea la mermelada en una ración de agria que castiga a algunos de sus personajes a asumir unas reacciones hiperbólicas y fuera de lugar.