san sebastián. Las dos películas que inauguraron ayer la Sección Oficial y Zabaltegi tienen en común la presencia de un árbol. La segunda, El árbol de la vida, de Terrence Malick venía ya consagrada por su éxito en Cannes y venía a recoger en Donostia el premio Fipresci. Pese a estar rebosante de estrellas y haber sido objeto de una atención máxima, llegó en soledad. La primera, Intruders, de Juan Carlos Fresnadillo, además de protagonizar la sesión inaugural del festival y no aspirar a ningún premio porque no entra en competición, vino bien escoltada y cumplió con su misión: dar glamour a la primera edición de la era Rebordinos.
Ambas responden a dos maneras muy diferentes de entender el cine. Mientras que una se abrasa en un delirio de autoría a cambio de rozar la excelencia, la otra se pertrecha en el oficio lo que le lleva a no alzar un vuelo para el que había nacido. Del filme de Malick hablaremos en su momento, ahora nos centraremos en el hacer de Fresnadillo.
Intruders funciona como un artefacto narrativo solvente. Posee una historia escrita sobre partitura de mainstream y lo fía todo a una trampa poderosa que en su necesidad de sorprender debe pagar un alto precio, el de no profundizar en los personajes para impedir que el público sospeche en qué consiste la trama. En el corazón de un árbol una niña encuentra una caja. Dentro de la caja, una historia escrita. Un cuento terrible protagonizado por un hombre sin cara. El mismo monstruo que aterroriza a otro niño atormentado por pesadillas sin fin. Un cordón umbilical une ambas historias, descubrir su naturaleza es lo que Fresnadillo escamotea durante hora y media a cambio de brindar una irreprochable puesta en escena y una capacidad proverbial para culminar secuencias impactantes.
En Intruders se reconocen los cimientos. Fresnadillo muestra orgulloso sus referencias. De todas ellas, citemos dos nombres: Alfred Hitchcock y M.N. Shyamalan. Imposible no recordar el vértigo de Stewart a las alturas, vértigo que aquí siente el principal protagonista, Clive Owen aunque en circunstancias muy distintas. Del autor de El sexto sentido, Fresnadillo recoge esa querencia por retorcer la historia hasta cerrarla sobre sí misma provocando la sorpresa en el espectador y el férreo anudamiento de los cabos sueltos que ha ido sembrando a lo largo de toda la historia. El precio de la brillantez aquí se paga con problemas de ritmo en su zona central y con un molesto temblor de pensamiento en la descripción de los personajes. Dicho de otro modo, al final, Fresnadillo se queda en el envoltorio porque su viaje al corazón de las pesadillas carece de libertad.
"La verdad os hará libres", recita el sacerdote que encarna Daniel Brühl en la zona central de la película. Pero no es de verdades de lo que aquí se habla sino de productos solventes, de forjar un thriller intrigante e ingenioso y eso es lo que Fresnadillo entrega. Cierto que en el camino hay detalles muy notables, una relectura del cuento infantil apasionante, algunos retratos filiales que podrán ilustrar ensayos psicoanalistas y que aquí encontrarán un buen abono. Pero también hay una oquedad yerma que prefiere cerrar el círculo antes que rozarse de verdad con unos personajes que carecen de vida.
Como carecen de vida los protagonistas de Bonsái, un filme tan encogido y recogido como su título sugiere. Una redicha película que toma en vano el nombre de Proust para maltratar algo de lo que parece desconocer: el tiempo, la muerte y la vida. Pero esto no ha hecho sino despegar y sobre el papel hay promesas de que nos encontraremos con ese cine capaz de convocar lo extraordinario, lo que no se olvida.