En noches como la del jueves, Mendizorroza se comporta casi siempre igual. Con todo vendido, hay gente que aparece con una hora o más de antelación y se van sucediendo los problemas con que no hay butacas para todos, que la gente no se puede sentar en las escaleras, que los de seguridad andan de un lado para el otro, que los bocadillos se terminan para el descanso... Lo habitual. Los que ya se lo saben, le echaron paciencia al asunto. Los que no, se pillaron algún que otro cabreo. Pero más allá de eso, el ambiente en el polideportivo fue inmejorable desde el segundo uno.

La razón tenía nombre y apellidos: Jamie Cullum, que compartió escenario (además, en un momento dado, de manera literal) con José James. Intentar separar la atmósfera que se palpaba en el pabellón de lo que sucedió en lo musical es difícil, por no decir imposible. El norteamericano y el británico son casi del mismo año, y ambos cantan, pero sus mundos son diferentes, más allá de que hayan hecho buenas migas tras su encuentro en la madrugada del miércoles en el hotel que sirve para alojar a la mayoría de los músicos del Festival de Jazz.

James, con su inseparable pinta de rapero, abrió repitiendo casi el mismo esquema de su debut en Gasteiz en 2008. Tuvo momentos de gran calidad, como en el tema dedicado a Coltrane (Equinox ), pero al mismo tiempo sufrió dos problemas: uno, que no lleva una banda demasiado estimulante, a excepción del pianista Grant Windsor; y dos, que por momentos da la sensación de que podría dar más de sí. Con todo, estuvo correcto y cumplió, reservando el supuesto bis para cantar junto a Cullum Georgia on my mind en una de esas colaboraciones inesperadas que tanto le gusta propiciar al certamen y que tanto se agradecen.

Hora y cuarto duró su concierto. Después, llegó un largo descanso hasta que todo estuvo preparado para la gran estrella de la noche. A eso de las once apareció Jamie y a partir de ahí, se armó una gorda durante dos horas sin respiro. Eso sí, antes de centrar toda la atención en el cantante y pianista, merece la pena reseñar a su actual banda (diferente a la de hace seis años), un grupo en el que destacar un nombre sería pecado, un combo que el de Essex debería cuidar y mantener para el futuro.

Cullum comenzó con mucha inteligencia, es decir, dejando al público contento con el primer "eskerrik asko" y a los fotógrafos y cámaras de televisión subiéndose al piano en el segundo tema. Ahí ya tenía a todos los presentes en el bolsillo. Le dio igual Beyoncé que los Beatles que su propias composiciones, él a su ritmo. Ya lo avisó, en uno de sus discursos al personal, estaba a gusto e iba hacer lo que le apeteciera.

En este punto, los habrá que se pueden poner dignos y repetir las mismas críticas que se le hacen siempre a Cullum. Pero es que Jamie es así, no engaña a nadie, no se le puede pedir que no salte, que no se vuelva loco, que no las vuelva locas, que no se deje llevar por el pop o el rock. Si a este músico se le quita todo lo que le hace ser tal y tener una personalidad propia deja de ser interesante.

Se bajó al público con sus músicos para tocar un tema casi con lo puesto entre decenas de cámaras y móviles, le dio el punto latin, se subió al piano y saltó sobre él (aunque, todo hay que decirlo, consiguió menos altura que hace seis años tal vez por falta de impulso o por la edad), se vistió de director de coros con el público... Lo hizo todo, incluso dorar el oído del personal asegurando que Vitoria es un sitio especial al que prometió volver. Y, además, tocó (ha ganado como pianista) y cantó.

Claro, ante este derroche, los espectadores se rompieron las manos puestos en pie, totalmente rendidos. No hubo resistencia.