ya lo saben. Probablemente hayan estado, de hecho, metidos en ello durante las últimas semanas. Hay dos formas de hacer un viaje. A tiro hecho, sin ánimo de inventar y con pulserita de resort, o improvisado, con furgoneta y espíritu on the road. Así funciona también el circuito paralelo de escenarios en el Festival de Jazz, ese que plantean hosteleros que van un poco más allá -no es bueno ni malo, simplemente diferente- de sus teóricos deberes propios. Hosteleros que dejan la barra y cruzan la barrera para lanzarse al territorio incierto de la programación musical. Que apuestan sobre inseguro por convertir estos días sus locales en efímeras -o no tanto- salas.

Otra de las características esenciales del viaje es el retorno. Volver a encontrarse con la patria chica y descubrirla... quizás no crecida, pero sí siempre diferente. Ser otro uno mismo. Quererla un poco más. De otra manera más intensa, por más presente. Quererla diferente. En fin, volver... Y con que alguien lleve un lustro sin pisar el encuentro que el jazz propone cada julio en Gasteiz, experimentará una extraña sensación. La epidérmica vibración de un género que sigue afianzado en sus catedrales de siempre, pero a la par se desborda en múltiples ermitas. A ese alguien le bastará abrir la agenda de cualquier diario o darse un paseo. Al menos una veintena de bolos acompañan al programa oficial cada día.

Es necesario especificar lo de día, porque ése es otro cambio que ha experimentado el festival todavía más recientemente. Tradicionalmente unido a las veladas nocturnas, esas que asociamos a clubs de New Orleans, al Bird de Clint Eastwood, al espíritu inacabable de las jam session, el jazz también ha demostrado sentirse a gusto a la hora del vermú y en horario vespertino. El oído, al fin y al cabo, abre todo el día. No hay por qué delimitarlo al momento en que la pupila comienza a contraerse, aunque siga siendo éste su principal territorio. Brisa de melodía y chaparrón de gaujazza.

A la hora de comer, la mesa puede esperar -o mezclarse- con el menú que ofertan los escenarios, con el sol ya bien alto, más madrugadores. La terraza de Montehermoso, la del Virgen Blanca, el Sibaris, el Segundo, el Stendhal... Distraer el final de la mañana de trabajo con el tradicional poteo, acompañado de música en directo, puede ser una de las recetas más ideales para retornar a la tarde atareada. Un bálsamo en pequeña pildora para relajar el golpe de la rutina. Y, si se está ocioso, qué mejor forma de empezar la jornada. Después, la tarde-noche siempre viene atareada. El Dublín, el Kafe-Jazz Antzokia, el Green Bay, el Cuatro Azules, el Txapela, el Erdizka, el Tribeca, el Extitxu, el Coco Lounge, el Vittoria Club, el Iguana, el Dublin House, Un toque de laurel, Jardines de Uleta... Locales, muchos de ellos, que repiten sesiones a otras horas mucho más postergadas.

Todo ha cambiado. Hay mil ventanas a la música. Pero la romería oficial sigue también agradablemente abierta. El fiel puede tomar sobre sus hombros a los santos de la vanguardia en el Teatro Principal, dar luego un agradable paseo hasta el pabellón de Mendizorroza y santiguarse finalmente en la homilía del Canciller. Santísima Trinidad, con permiso de Donosti. Pero, además del clásico, el culto se ha abierto también a dioses tan paganos como aquellos, y uno puede escoger entre el viaje estandar o el más improvisado de los croquis por las calles del centro. También por las de algunos barrios, aunque generalmente hay que ir con el gozo más planeado. Es igual de suculento, faltaba más.

En todo esto hay quienes abrieron camino. The Man in the Moon, el citado Kafe-Jazz Antzokia o la senda de la calle San Prudencio -Molly Malone, World Music, el vecinísimo Río, Stendhal...- son algunos de los pioneros en esto del jazz alternativo, del jazz de alternar. Empezaron poco a poco, con el peso incierto del pionero en busca de quimera, pero el túnel por el que se cuela el resto lleva sin duda sus firmas.

Un túnel como ése breve pasadizo -de paso obligado- por el que cruzan cada noche quienes retornan a pie de Mendizorroza y, en ese preciso momento, nada más dejar atrás Ajuria Enea, eligen, como en aquellos libros rojos que todos conocemos, su propia aventura. La aventura que les llevará de barra en barra, de estilo en estilo. Clásico, de toque folk, funkoso, pop, dance, desenfrenado... En función de las fuerzas, las expectativas y los horarios, la noche crece a su manera. O piensa ya, directamente, en el día siguiente, en cómo administrarse.

Un poco de música, otro poco de baile y un buen rato de conversación aseguran un cóctel que desparrama al catador sobre el somier de notas. La almohada, fiel contrabajo al que aferrarse hasta que el despertador, ese tirano del ritmo, ejerza su labor. Y el jazz vuelva a exigir absolutamente todo. Vuelva a ser el viaje. Ya no es tópico. Hace años que invade Gasteiz. Y que perdonen los no mencionados. Es difícil tocar todo en el género improvisado. Pero suyas -de esos todos- son las tierras por donde camina el pentagrama del festival. Perdón, sujazz.