Vitoria. El negro conviene a la elegancia. Es color habitual en la etiqueta. Combinación esencial para el protocolo... Y cromático idioma del rock. Por eso el martes, al filo de las 20.00 horas, las puertas del conservatorio estaban teñidas de él. Azkena Rock Festival tomaba la batuta en Jesús Guridi sin necesidad de estado de sitio. Los puentes se ofrecían, tendidos, como icónicas lenguas de Mick Jagger.
Lo reconocía el subdirector del centro, Ángel Ugarteburu, en el speech inicial. En cuanto propuso a los alumnos el proyecto de fundir mimbres clásicos y rockeros el sí fue unánime. A pesar de que es época de exámenes -doble para un músico en ciernes-, muchos voluntarios se adhirieron al reto.
Las invitaciones como es menester, portaban calaveras, y los espectadores que llenaron el aula magna pudieron leer en exclusiva el suplemento de este periódico. Un pequeño regalo para los que no quisieron perderse el auténtico primer bolo del ARF, con más éxitos que ningún otro. Con el éxito que escondía el trabajo de muchos.
Guardando la intensidad, la cita comenzó teñida de jazz-rock, con The Preacher (Horace Silver), I love being here with you (Peggy Lee) y Watermelon man (Herbie Hancock) a lomos de cuarteto y big band, "un proyecto que tenemos la intención de consolidar", apuntó su director, Iñigo Ibaibarriaga, visiblemente afectado. Uno de los jóvenes músicos, Jon, había perdido el día anterior a su aita, y en su honor sonó un intenso In a sentimental mood. Jon tenía que estar allí, porque a José Mari le hubiera gustado. Bere ohorez. Ánimo. Y mucha fuerza.
Suben las luces. Suena, a la guitarra, el riff de Smoke on the water. Decenas de músicos emergen del backstage. Lo avisaba el director Luis García hace unos días. Ese estereotípico "los raros, los ñoños del conservatorio", podía saltar por los aires. Y bien que lo hizo.
Con Another brick in the wall, el coro amenazó con dinamitar los susodichos muros a golpe de Pink Floyd. En ellos se escondía la pasión del rock, contagiando su coreografía a una orquesta que puso intensidad en todas sus partes, desde la cuerda de un violín hasta el golpe de una percusión. Al fondo, la banda de rock, entremezclaba sus códigos con la masa.
Tras el Born to be wild de Steppenwolf, Hey Jude y Get back acercaban a The Beatles. Los clásicos se sucedían con presteza, desde el Nothing else matters de Metallica -un estandar de la combinación rockorquestal- hasta el Livin' on a prayer de Jon Bon Jovi.
Había tomado el micrófono uno de los integrantes del coro, Pablo Arteta, que se atrevía, entre otros, con Freddy Mercury y su Bohemian Rhapsody, poniendo toda la carne y la actitud -esa clave rockera- en el asador. Grande. Como todo el resto de su compañeros. Como el bis -ya completo- de Deep Purple.
No hubo técnicos en el conservatorio. Eran pipas. No hubo repertorio. Era set list. Pero que los rockeros no se engañen. En un pasaje de la mal llamada música culta se puede esconder tanta o más intensidad que en todo un bloque de amplificadores Marshall zumbando decibelios. La cuestión es combinar. Disfrutar de la música. Y el martes Jesús Guridi abrió la puerta a un nuevo invitado. Quiere volver cada año. Cambiar batuta por cuernos.