Berlín. El cine argentino compitió ayer en la Berlinale con Un mundo misterioso, un retrato de la absoluta apatía dirigido por Rodrigo Moreno, compartiendo jornada a concurso con la turca Bizim Büyük Caresizligimiz (Our grand despair), mientras el festival esperaba a Colin Firth sobre su alfombra roja.

Cinco años después de ganar el Premio Alfred Bauer de la Berlinale con su magnífico El Custodio, Moreno presentó su segundo largometraje en esa misma plaza, con un filme que el director del festival, Dieter Kosslick, había anunciado como un "elogio a la lentitud". Si en El Custodio, el director bonaerense seguía con su cámara a un individuo solitario para acabar trazando un impecable retrato de la soledad, en su versión más radical, aquí apuesta por una fórmula parecida, sólo que el sujeto al que sigue ahora es un ser vacío. Boris, interpretado por Esteban Bigliardi, es un joven al que su pareja pide "una pausa por un tiempo", a lo que sucede un deambular sobre un destartalado Tokha, un auto de fabricación rumana que arrebata el protagonismo a la teórica figura central del filme. Se trata de un ser apático, rodeado de seres igualmente apáticos, lo que acabará contaminando por completo el filme. La única tarea en que parece ser capaz de concentrarse Boris es lograr que el auto funcione, lo que no le impide asistir con la máxima apatía al momento en que lo pierde, como perdió a su chica.

El apático mundo misterioso de Moreno no sólo no lo logró, sino que se llevó, en el pase previo para la prensa diaria, algunos abucheos, los primeros del festival. Mejor acogida recibió el filme turco a competición, una conmovedora historia de amor y de amistad dirigida por Seyfi Teoman, que se mueve en el Estambul de nuestros días y principalmente entre un terceto de jóvenes estudiantes que comparten piso. Todo gira en torno a la chica, Günes Sayin, una muchacha encantadora a la que por supuesto los dos compañeros masculinos tratarán como a una princesa -ella acaba de perder a sus padres en un accidente- y de la cual se enamorarán ambos, como no podría ser de otro modo. Nada en el argumento escapa a lo previsto, pero de alguna manera resultó gratificante comprobar cómo las llamadas cinematografías periféricas colocan a la Berlinale ante seres reales, confrontados a grandes o menores problemas igualmente auténticos.