La estrategia que conforma la programación de la 58ª edición del Zinemaldia apareció ya de manera evidente en la jornada dominical. Dicho de otro modo: a la tercera va la vencida. Y la vencida señala lo que ya estaba intuido. Que en el año de la crisis, el Festival contraataca con una programación que recorre un abanico amplísimo de registros, una geografía que se llena de riesgos y que empieza a responder de la única forma posible si aspira a sobrevivir, desde el filo del precipicio. Así que ya se sabe. Este año deberemos acostumbrarnos a que la recepción de algunas películas provoque divisiones y enfrentamientos. Quienes a mediados de los 80 asistieron al pase nocturno en el teatro Victoria Eugenia de Terciopelo azul, todavía recordarán el pulso postrero, entre abucheos y aclamaciones, con el que se despidió la proyección de la película de David Lynch. Inolvidable. ¿Recuerdan los títulos que aquel año estaban en la Sección Oficial?

Desde ese mismo lugar de la controversia y la pasión, y con más de una referencia explícita a Lynch en su interior, llegó el sábado I Saw The Devil, filme impresionante a cargo de un cineasta poderoso llamado Kim Jee-Woon. Y desde más allá incluso, porque se mueve en el terreno de lo atemporal y lo sutil, desembarcó ayer en San Sebastián, Misterios de Lisboa, un filme río cuyo caudal exige 256 minutos de atención.

Su autor, Raúl Ruiz (Chile, 1941), posee un historial tan extenso como intenso; tan apabullante como apenas conocido. Practica un cine incómodo, desconcertante, extraordinariamente denso y siempre escurridizo. Y Misterios de Lisboa aparece como una obra cumbre en su filmografía. Un filme enciclopédico en el que el cineasta proyecta generosamente todos sus recursos con un recital de orfebrería narrativa que sorprende por la energía que reclama y por venir de un autor que ronda los 70 años. Misterios de Lisboa tiene fecha de 2010 pero podría haber surgido hace 50 años o dentro de 25. Como obra se desprende de toda servidumbre al tiempo que le ve nacer. Como propuesta fílmica, su lectura final se hace evidente. Raúl Ruiz en tiempos de no ficción, de experimentos que en nombre de la verdad se envuelven en el engaño, se acoge al magisterio de Sherezade, invoca la utilidad del cuentacuentos y utiliza todos los recursos nobles e innobles del gran folletín romántico.

En pocas palabras, el mayor misterio que envuelve a estos Misterios de Lisboa gira en torno a la figura de los progenitores, a la ausencia de los padres, a la incertidumbre del origen de su narrador y principal protagonista. Ruiz, que en muchas ocasiones se ha mostrado como una de las últimas voces del surrealismo cinematográfico, se aplica a fondo con una historia que Borges habría aplaudido. Y lo hace recuperando el hacer bizarro de obras de culto como El manuscrito encontrado en Zaragoza dirigido por Wojciech Has en 1965. Como en aquella inolvidable película, el filme de Ruiz avanza a golpe de relatos, de secreto en secreto, de revelación en revelación. Y lo hace armado de dos pilares rotundos. El humor y el fervor cinéfilo. A su paso, el espectador es zarandeado con la sospecha de que en ese viaje se está perdiendo algo más que el mero encadenamiento de personajes y hechos. Tendrá que volver y podrá volver muchas veces para encontrar siempre cosas que no había percibido. Ruiz en su Diario de desastres, como hace llamar a su narrador lo que el espectador va a disfrutar a lo largo de más de cuatro horas de duración, construye en honor de Buñuel, un laberinto de encadenamientos con un único propósito: disfrutar con el hecho de contar relatos.

"neds", poderosa y eficaz

La imposibilidad del desclasamiento

En sus comienzos, Peter Mullan se nos presentó como un actor rocoso. Era una especie de pura sangre de pub obrero y drama sindical. Poco después, Mullan, que comparte con Ken Loach una evidente amistad y muy parecido izquierdismo postmarxista, decidió que también él podía contar sus propias historias. Y aunque cercano a Loach en esa querencia por hacer del cine un testimonio útil, tan equidistante de lo escópico como del puro formalismo, se hace evidente que no se mueve en el mismo registro. La diferencia estriba en que Mullan, que le brindó a Loach uno de sus mejores protagonistas masculinos en Mi nombre es Joe, hace un cine más seco, cuida más el plano y la puesta en escena y no pretende dar soluciones; es menos didáctico.

Neds, la otra película de la sección oficial a concurso presentada ayer, demuestra con creces el poderío del autor de Las hermanas de la Magdalena. La acción se sitúa en 1973, en Glasgow, en el campo de batalla de una Gran Bretaña que comenzaba a percibir que el esplendor del imperio estaba en su ocaso. Durante su primera mitad, Neds recrea con una extraordinaria verosimilitud las condiciones de vida de los escolares adolescentes. Mullan, para pintar ese tiempo escolar, sortea el peso de Ken Loach, Terence Davis o Danny Boyle, autores que han inscrito algunas de sus mejores películas en ese tiempo y espacio. No se parece a ninguno de ellos.

Lo más reseñable del Mullan que ayer defendió en Donostia su última película, reside en que cada vez está más convencido de forjar su propio universo fílmico. Ese universo alimenta un escenario en el que su filme crece sobre una especie de díptico. En el primero, el que recoge los primeros años en la secundaria de su protagonista, John McGill, Neds seduce por la precisión de su recreación y por la lucidez de un diagnóstico que no trata de hacer sindicalismo maniqueo ni incurre en la autocontemplación banal.

Desde esas mismas imágenes de apertura, Neds lleva implícito algo que emerge en su segunda y probablemente más discutible parte. Una deriva hacia lo fantástico, hacia la libertad de incorporar otros recursos que no vengan dictados por la servidumbre al testimonio fotográfico. Algo irregular en ese engarce entre dos tiempos, Neds se defiende por la impresionante primera parte, poderosa y eficaz, y por el último plano, donde lo real deriva en metonimia. Con ello da realce a su reflexión sobre la imposibilidad de desclasamiento en esa sociedad británica donde unos y otros contribuyen a que un joven de barrio sólo puede terminar siendo un viejo de barrio

"bicicleta, cullera, poma"

El alzheimer del ex presidente

Fuera de competición, pero en la Sección Oficial, se coló ayer Bicicleta, Cullera, Poma; un emotivo y convencional documental en torno a los dos últimos años de la vida de Pasqual Maragall; a partir de que se le detectara al ex presidente de la Generalitat la enfermedad de Alzheimer. Carlos Bosch ha contado con medios. El personaje y las repercusiones lo han hecho posible. El documental, que en su recogida de testimonios ha viajado por medio mundo -de la India a EEUU-, consigue eficazmente su propuesta: concienciar al espectador sobre la necesidad de apoyar las investigaciones sobre esta enfermedad. Ahora bien, como todo documental, una cosa es lo que su autor cree que muestra, y otra, lo que el espectador acaba leyendo. En Bicicleta, Cullera, Poma rezuman y abundan esos pequeños gestos, actitudes y hechos que arrojan luz y acercan la esencia y la personalidad de un hombre fundamental en la historia de Catalunya. Sin subrayar, el documental muestra, denota y connota porque los Maragall poseen el valor añadido de saberse, de sentirse de interés del público. De hecho, esa es la lección última de este testimonio, convertir una enfermedad privada, en una campaña popular, en un acto político. En el filme se habla mucho y se dicen bastantes cosas. Entre otras, se transmite también los efectos devastadores que el alzheimer ocasiona, no ya en los enfermos, sino en sus familiares y en quienes los cuidan. Como documental, Bosch se ajusta al modelo canónico de trabajo profesional. Limpieza de imagen, claridad en los testimonios, cierto uso y abuso de encuadres "bonitos" y a veces incluso puestas en escena muy fotogénicas. De modo que su presencia en la sección oficial, aunque sea fuera de concurso, sólo cabe entenderla como un gesto de apoyo ante lo que el filme propone; un ejercicio de concienciación social ante un tema extremadamente doloroso.