Cambados, la capital del Salnés, ha celebrado un año más la gran fiesta de su hijo predilecto: el albariño, ese vino del mar, del fin del mundo, que cada año, y van cincuenta y ocho, es homenajeado en una fiesta colosal y multitudinaria, una fiesta del vino.

Este año tocó catar albariños del 2009. El Consejo Regulador ha calificado a esa añada como "muy buena". Yo le hubiera subido la nota. Los albariños del nueve están mejor que los del ocho, y mira que éstos estaban buenos; pero la última cosecha les gana. Esta vez sí que vale la pena recomendar que se beba el albariño del año; no siempre es así.

Esa manía de pedir albariños del último año ha estado vigente hasta hace nada. La gente había decidido que el albariño era un vino joven, y en consecuencia había que beberlo al año siguiente de su vendimia; las añadas anteriores ya no valían. Un error, pero un error de bulto: los albariños, cuando se hacen bien, y hoy se hacen muy bien, tienen una capacidad de evolución en botella magnífica, que hace que crezcan, que estén perfectos en su segundo, tercer y hasta cuarto año. Eso los albariños que llamaremos normales, que los elaborados sobre lías durante tres años en depósito de acero tienen unas expectativas de vida mucho más largas.

En fin, catamos y decidimos que el premio se iba para un vino del Condado de Tea, el Señorío de Rubiós. Es una bodega que lleva funcionando cuatro años... y ya ha estado tres veces en el podio de la Fiesta del Albariño. Lo hacen bien. De todas maneras, este año los catadores coincidimos en que la intensidad aromática de los vinos catados era muy baja, eran vinos muy planos en nariz; es curioso, porque los vinos de esta añada que he bebido en casa no me dieron esa impresión; también es verdad que en las catas de Cambados, este año, encontramos que la temperatura del vino era demasiado baja, y eso anula bastantes sensaciones.

Hay tres temperaturas que hay que tener en cuenta al hablar de vino: la de cata, que al consumidor no le interesa para nada; la de servicio, y la de consumo. La de servicio ha de ser un poco más baja que la de consumo, porque el vino tarda muy poco en calentarse una vez en la copa. Y sí, un blanco ha de beberse a unos diez grados... pero debe catarse un poco por encima de esa temperatura.

El albariño es un vino con mucha literatura dentro, y muy buena literatura. Y buena prensa, además, porque ya era elogiadísimo cuando no lo merecía demasiado, en los tiempos de Cunqueiro y Castroviejo, cuando abrir una botella de albariño era una lotería, que te podía salir estupenda, pero que también podía salir deleznable. La elaboración correcta llegó a esta zona hace poco más de veinte años, un cuarto de siglo si acaso. A partir de ahí, el vino mantiene una regularidad, en lo posible, notable.

Por eso se ha convertido en uno de los blancos más apreciados, junto a los verdejos de Rueda y, si acaso, los godellos de Valdeorras. El albariño es un vino marino, y se le nota la cercanía del océano en ese puntito de salinidad que tiene en la boca. Por eso se entiende tan bien con todos los productos marinos, especialmente con los mariscos como las centollas, las nécoras, las cigalas... y los moluscos como las almejas, los mejillones o las navajas. La ostra le va bien, pero parece que las ostras piden champán...

El albariño es vino para comer y vino para chatear, para tapear.

Ha de beberse fresco, que no helado: el frío excesivo anula unas cuantas propiedades del vino, buenas y malas. Acostúmbrense, con los blancos, a poner en las copas poca cantidad, pero más veces: no debemos darle ocasión de calentarse: el calor resalta los defectos, y no es eso.

A la temperatura correcta, entonces. Una mirada al vino, limpio, de color amarillo brillante. Una primera sensación olfativa con el vino quieto: ahí habrá uva, manzana... Agitamos la copa, hacemos girar el vino, olemos de nuevo: ya aparecen toques florales, a lo mejor algún cítrico... Y ya un sorbo, largo y lento, paseando el vino por la boca. Al tragarlo, nuevas sensaciones frutales en la nariz... y apetece otra copa. No se la nieguen: el albariño hay que disfrutarlo. Eso sí, puestos a ello, no se olviden de que los taxis funcionan muy bien: si hay una cosa clara es que el vino y el volante son totalmente incompatibles. Disfruten del vino todo lo que quieran, pero... no se la jueguen a copas.