Dirección: Lee Daniels Guión: Damien Paul; basado en "Push", de Sapphire. Intérpretes: Gabourey Sidibe, Mariah Carey, Lenny Kravitz, Susan L. Taylor, Mo"Nique, Paula Pattony. Nacionalidad: EEUU. 2008. Duración: 109 minutos.
Todo en Precious reclama el beneplácito del público. Todo en este filme de horrores sin fin e insípida gelatina masajea el lacrimal del espectador con un discurso tan demagógico como milimétricamente sopesado. De nada vale que su historia, más o menos, haya acontecido en la vida real a la autora del libro que sirve de nutriente argumental a esta película tramposa. Es más. No hay motivo alguno para no creer que Sapphire vivió una pesadilla como ésta. Pero se multiplican las certezas de que todo en este filme es más falso que el cartón piedra de las viejas películas de romanos de falda corta y músculo "anabolizado".
Lo intolerable de Precious reside en su falsedad. A su lado, el optimismo beligerante de Capra parece infinitamente más auténtico que esta desabrida impostura de Lee Daniels. Con ella se fabrica la odisea de una joven afroamericana de obesidad mórbida y cerebro recalentado que se ve reducida a desahogo sexual de un padre depravado. Una odisea maniquea que comenzó a triunfar en Sundance, el festival del cine independiente en el que cada año se envilece más el concepto de independencia. La razón es obvia. Como lo que cuenta Lee Daniels se posiciona a favor de la joven víctima violada por el padre, torturada por la madre, machacada por el entorno y redimida por una pareja de lesbianas, bebe de la sensibilidad del tiempo de Obama, Precious se ganó el apoyo ciego de colectivos "progresistas" y la comprensión de los organismos que reivindican la homosexualidad, la justicia, la libertad y la educación.
En apariencia, Precious se mueve en ese territorio que Ken Loach planteaba en Ladybird o en el escenario juvenil que Cantet trazaba en La clase. De hecho en ese banco de espectadores pesca sus adeptos este filme que pronto deja de lado el rigor de Cantet, sin que blanda la coartada socialista del Loach antisistema. Loach culpabilizaba en aquel filme al poder político, al rostro sin sujeto que lo sostenga de una administración burocrática cuya falta de tacto masacraba a una madre a la que se le arrebataban los hijos por su actitud y trayectoria.
Aquí Lee Daniels ofrece igual trazo grueso, pero mucha más débil denuncia, para dibujar su alegato. Lejos del hacer de ese discutible pero trasparente cine-denuncia a lo Loach, Daniels se inventa una suerte de Amelie de color oscuro. Por eso mismo, por su banalidad y escapismo, su informe no pasa de la primera anotación. En consecuencia todo lo reduce a al dibujo borroso de un contexto marcado por la ignorancia, el embrutecimiento y la alienación.
El resto se reduce a una escalada maquiavélicamente diseñada donde se suceden los horrores con los que se acongoja al público más vulnerable y bienintencionado. Daniels practica el arte de lo natural para dar la sensación de veracidad a lo que es una absoluta representación carente de cualquier atisbo de reflexión. ¿Acaso no resulta obscenamente gratuito ese juego huérfano de glamour al que se entrega Mariah Carey? ¿Qué aporta a su desaliñado personaje, testigo de cargo de la brutal y delictiva ignorancia de la madre de Precious, sino vender el falso artificio de hacernos comulgar con una mascarada sin maquillaje?
A pesar de tanta concesión y de la frivolidad que exhibe su realizador, hay instantes en esta trágica existencia que gritan una realidad que nunca en este filme aparece, salvo por la presencia de la joven -aunque tenga diez años más que su personaje- protagonista. En su mirada perdida, en su hierática actitud, en su acoplamiento a lo que representa, se atisba un compromiso que el resto de quienes le acompañan de manera incomprensible se empeñan en negar.