Todos tenemos un amigo, un vecino, o un tío despistado que se ha inyectado botox en los morros sin control. O un amante, un ligue o un cuñado que ha recurrido al ácido hialurónico. Y si no lo encuentras, probablemente seas tú. Así se pasa, en horas, de ser la viva imagen fina labial de Dora la exploradora a la versión mini-yo de Kiko Matamoros, también conocido en el mundo muggle como Lord Voldemort. Porque la adicción al bisturí, en la mayoría de los casos, lejos de sanar enmugrece.
Esta es precisamente la desdicha que acaba de sufrir Demi Moore, la actriz durante años mejor pagada de Hollywood, la artista de terrible juventud e infancia que se hizo a sí misma y siempre gozó del respeto de una industria frívola, egoísta y avara. Hasta que el bobo de Ashton Kutcher irrumpió en su vida para descolocarla.
Ahora, tras meses de decidida ausencia pública como consecuencia del Covid-19, acaba de reaparecer en público, y con polémica. Y con nuevo rostro y expresión distante y macarra. Moore, con unos envidiables 58 años de edad (como exclamamos una cosa, decimos la otra) desfilaba la pasada semana para la firma italiana Fendi ocasionando un gran revuelo mediático mundial. ¿El motivo? Su último retoque facial. Y con triste consenso global al analizar la ausencia de arrugas, de un rictus más propio de Vladímir Putin, y de unos surcos mejilleros que, además de delatar una reciente bichectomía (retoque para afinar el rostro), endurecen su expresión borrando cualquier dulzor del pasado, ese que enamoró a América y al mundo entero durante años. El mismo que le aproxima ahora a las marcadas líneas faciales del Pato Nico, pero sin su naturalidad palmípeda.
Y ojo: máxima libertad desde estas líneas a que cada cual dibuje y achuche su rostro a su antojo. ¡O su cuerpo! Pero por favor, dentro de los límites que admita la naturalidad humana. La más robusta, sincera y vigorosa.