No me cuesta trabajo imaginarme a Santos Cerdán haciéndose dueño del cotarro en Soto del Real en un par de semanas. Tiene señalados precedentes, como Luis Bárcenas o Rodrigo Rato, que se granjearon el cariño de sus compañeros de la célebre trena y que, en el momento de la salida, fueron despedidos como héroes. Desde luego, el de Milagro ha demostrado hechuras de sobra para, según sospecha el juez que lo ha entrullado, liderar una organización criminal de tronío sin que sus más íntimos (salvo justo los que estaban en el ajo) se oliesen nada. O para que, si alguna vez tuvieron la más mínima duda, la descartasen inmediatamente porque les parecía inconcebible que un tipo tan modosito, tan atento, tan discreto y tan bien mandado ocultase en su interior a un insaciable recaudador de comisiones provenientes de obra pública. Ahí tienen las manos achicharradas de todo el Gobierno español y de toda la Ejecutiva Federal del PSOE, empezando por el mero mero, Pedro Sánchez, que lleva quince días rumiando la descomunal traición de la que ha sido objeto por parte de su hombre de confianza. Sí, ya sé que resulta extremadamente difícil creer que el hoy atribulado presidente no hubiese notado nada extraño en el comportamiento de su escudero, confidente y ejecutor de las misiones más delicadas. Sin embargo, y sin quitarle a Sánchez la responsabilidad de haber elegido dos veces seguidas tan horriblemente mal, si preguntan a otras personas de ámbitos distintos de la política que hayan mantenido una relación cercana con el hoy caído en desgracia, les dirán que ni en mil de años hubieran pensado que Santi, como pedía a todo el mundo que le llamasen, fuera capaz ni de marcharse sin pagar de un bar. La moraleja es que no hay que fiarse de las apariencias: en una curiosa oda a la igualdad de oportunidades, alguien con un grado de FP de electricidad puede acabar siendo, como él se definió ante el juez, “arquitecto del gobierno de progreso”… y presunto delincuente.