Pasó el día, pasó la romería. No entraré a valorar si lo del domingo en Madrid fue el pinchazo estratosférico que describen las izquierdas política y mediática, o el baño de multitudes que proclaman desde la trinchera afín al Partido Popular. Cuarenta y ocho horas después, el sarao rojigualdo en honor del aspirante a mesías de los genoveses ya es pasado remoto. Discutir si fueron cuatro y el del tambor o una muchedumbre rugiente exigiendo la dimisión del malvado Perroxanxe resulta, a estas alturas, un ejercicio estéril. En todo caso, lo cierto es que se trata de otra bala gastada por Alberto, el no tan magnífico, que deberá esperar el habitual periodo de enfriamiento antes de volver a convocar a sus huestes a una calle que, que se sepa, nunca ha servido en estos lares hispanistaníes para mucho más que ejercer el derecho al pataleo. Hasta la próxima convocatoria grandilocuente, Feijóo seguirá dependiendo de la misma receta que, por ahora, lo mantiene anclado en la bancada de la oposición: hacer ruido, y más ruido. Pero incluso eso se le complica, porque llegará un momento en que su escalada retórica toque techo. Ya estamos en “mafia”, “dictadura”, “rendición”. No parece que quede mucho más margen para la putrefacción del lenguaje ni, peor aún, para el envenenamiento deliberado de la vida pública. Y sí, es cierto que la toxicidad no es exclusiva de los populares, como demuestra el reciente bulo sobre las supuestas fantasías magnicidas atribuidas al picoleto de confianza de Ayuso, Ferraz, Moncloa y sus numerosos altavoces tampoco se quedan cortos en la lucha en el barro. Sin embargo, es el PP quien ha dejado clara su voluntad de alcanzar el poder agitando la calle, explotando la propaganda y normalizando el juego sucio. Todo ello, además, abrazando sin complejos los discursos más ultramontanos en materia migratoria o, como vemos estos días, en torno a la pluralidad lingüística.

No tienen freno ni filtro.