Los periodistas que cubren la información del Parlamento Vasco saben que deben estar atentos a las llegadas a la cámara de Eneko Andueza. Es cuestión de pura estadística. Con gran frecuencia, el secretario general del PSE obsequia a los plumillas con sabrosas declaraciones en la entrada del edificio. “Sabrosas” suele traducirse en que se trata de la expresión generalmente contundente de discrepancias con su socio mayoritario en el Gobierno. Y, cuando no tienen el octanaje suficiente, ya se encargan ciertos medios de titular adecuadamente para dar la impresión de que la coalición va de incendio en incendio, cuando la realidad, confesada incluso por los propios consejeros socialistas, es muy otra. Sin negar que, de tanto en tanto, se produzcan desencuentros –algo que ocurre incluso en gabinetes monocolores–, la relación en el día a día está perfectamente engrasada.

Hay confianza e interlocución suficientes como para reconducir los disensos. Más si, como es el caso del último –la disconformidad del consejero Pérez Iglesias con la reforma del decreto de universidades del Gobierno español–, se trata de una cuestión que cae por su propio peso. Como dijo el titular de Ciencia y Universidades, la reforma invade competencias (de hecho, el Estado recupera unilateralmente la de universidades telemáticas) y, por lo tanto, socava el autogobierno. Pero es que, más allá de la nueva erosión, varias de las novedades que se han introducido tienen una intencionalidad política. El establecimiento de un mínimo de 4.500 alumnos para crear nuevos centros es el caso más claro. Se comprende la preocupación por la expansión de chiringuitos educativos que, además, suelen conllevar una orientación ideológica reaccionaria. Sin embargo, no es muy justo (y puede resultar contraproducente) tratar de frenar esa ola con medidas perjudiciales para universidades que, más allá de su tamaño, ofrecen una educación de calidad. Sobran los motivos para rechazar la reforma.