Escribo estás líneas sin saber muy bien qué tiempo hará hoy, aunque las expertas auguraban sol. Nunca he sentido muy festivo el día de San Prudencio, con todos los respetos. Siempre me ha tocado trabajar, sea en la radio, en el periódico o en la escuela, donde también programaba algún taller que otro que nunca se quedaba desierto. Para mí el santo meón significaba horas de campas, normalmente bajo el frío o la lluvia (si hubo días primaverales, o a mí no me tocaron o no los recuerdo), entrevistando a visitantes y propietarias de puestos de rosquillas ensartadas en ramas de laurel, cuyo aroma se mezclaba con el de la sidra y el talo con chorizo.

Tampoco recuerdo la Retreta como algo lúdico por lo mismo. Generalmente, yo estaba en la plaza de la Diputación rodeada de una marabunta a la espera de que me dieran paso, o cogiendo notas con los dedos ateridos en un cuaderno que sostenía en equilibrio en el hueco que me quedaba entre los bolsos de tres señoras y el bastón de un señor. Así que, cuando ya he podido disfrutar de un día de campas de tradición alavesa, reconozco que me ha costado rascarle un festivo a un jugoso puente. Y mira que he intentado hacer mía la mirada de quienes lo vivían o lo viven con gran intensidad, desde mi suegra, hasta amigas aficionadas a la raigambre.

También les alabo a las lugareñas el afán de festejar en un día más que avanzado de primavera, porque en mi tierra navarra los patrones son más de otoño vestido de invierno y bastante poco dados al jolgorio, aunque la cosa parece que está cambiando. El caso es que este año he decidido sacudirme estas rémoras y voy a por todas a pasar el día en las campas y en familia. Hasta hemos pensado ver la Tamborrada, que, con ese adelanto de horario, se nos hace más atractiva. Y no sé cómo nos saldrá esta sobredosis repentina de Prudentzio Jauna. Pero nadie podrá negar que lo hemos dado todo.