Tal día como hoy, hace cinco años, comencé una serie de columnas en las cabeceras del Grupo Noticias bajo el título Diarios del covid-19. No faltaron voces que, casi siempre en tono cariñoso, me reprocharon lo que entendían como un ejercicio de alarmismo. Por entonces, el siniestro marcador mostraba 197 contagios en la demarcación autonómica, 22 en la foral y seis muertes en total. Aun así, y pese a que, a apenas dos horas de avión, en Italia, los fallecidos se contaban por decenas y se habían tomado estrictas medidas de contención, todavía imperaba por estos pagos la idea de que estábamos ante algo no muy diferente a la gripe común, que se saldaría con un número pequeño de defunciones.
Casi tal cual lo venía repitiendo el portavoz sanitario del Gobierno español, devenido en gurú, Fernando Simón. Ahí están las hemerotecas para poner en evidencia esos primeros pronósticos fatalmente fallidos que, por desgracia, acabarían siendo norma de la casa a lo largo de toda la pandemia, una palabra, por cierto, que tampoco imaginábamos que había llegado para instalarse definitivamente.
Apenas 48 horas después de abrir la retahíla de escritos sobre aquellos tiempos excepcionales que ya intuía que nos tocaría vivir, el lehendakari Iñigo Urkullu decretó la emergencia sanitaria y, al día siguiente, el presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, declaró el estado de alarma y anunció las férreas medidas para hacer frente al virus.
En aquel texto inaugural escribí: “Termine como termine esta pesadilla, que ojalá sea bien, merecerá la pena no perder la memoria de los datos, los sentimientos, las sensaciones, la respiración contenida, las escasas certidumbres y las toneladas de dudas entre las que tratamos de llevar una existencia normal”. Leído con un lustro de distancia, sospecho que el intento fue fallido. Hoy, la mayoría de los que pasamos por aquello tenemos un recuerdo difuso que nos haría repetir los errores de nuevo en caso de que volviéramos a vernos en las mismas.