Primer regalo del año: un gripazo, como diría mi aitona, “de muy señor mío”. Nuestras criaturas son ahora mismo un par de bombas biológicas, no diría que andantes, sino más bien postradas. Se abre ante nosotras, adultas, un futuro incierto. El malabarismo del cuidado está cubierto. Somos progenitoras responsables y no las hemos llevado a la ikastola, aunque tampoco está la cosa para juzgar a quien lo hace cuando todavía te miran mal al decir en el trabajo que te ausentarás porque tienes un churumbel convaleciente. Eso sí, tampoco se puede negar que hay personas que prueban suerte porque les viene fatal quedarse en casa y llevan a sus pequeñas pacientes 0 al seno de una gela que, sí o sí, acabará claudicando al poder de los virus. Decisión que se pasa por el arco del triunfo la petición de las docentes, por razones obvias, de que las txikis se queden en sus hogares si están enfermas. Sea por pereza, por la creencia de que compartir infecciones crea un vínculo poderoso, o por egoísmo puro y duro, el comentario cuando la andereño les llama con la voz resignada de la experiencia suele ser “¡pero si esta mañana estaba estupenda!”. Afirmación a la que la irakasle de turno prefiere no contestar por tener la fiesta en paz. Es curioso lo rápido que hemos olvidado los ecos de la pandemia que, si algo constató, es que los virus tienen la manía arraigada de buscar huéspedes en los que alojarse un tiempo. Y como acabamos tan hartas de aquella época y algunas ni siquiera se lo creyeron, sospecho que los esfuerzos sanitarios por advertir de la gripe sólo llegan a algunos sectores de la población porque los otros se creen inmunes o, por lo menos, que con ellos no va la cosa. Yo espero que la gripe tenga compasión de nosotras y pase por nuestros cuerpos progenitores de soslayo. Que nos deje en paz, vaya. Porque sabemos cuidar muy bien pero nos viene fatal ponernos enfermas.