Viajar se ha ido convirtiendo en una obsesión social, y será porque en su día viajé mucho, pero a mí me agota. El pasado mes hice uno que consistió en ir al aeropuerto, buscar un hueco en un aparcamiento saturado, ir a la ventanilla y guardar una larga cola mientras lentamente el personal factura equipajes o coge tarjetas de embarque, pasar una tediosa fila con personal gritón que prácticamente te desnuda para controlar lo que llevas encima, incluso con cacheos. Una vez superada la prueba, esperas un largo rato en la sala de embarque, haces cola y entras apretado en un bus para después entrar despaciosamente en el avión mientras la gente te golpea y busca como loca dónde meter sus enormes equipajes de mano, te sientas en un hueco mínimo y viajas para hacer otra larga cola de poder salir del avión, te agolpas en otro bus y esperas a recoger el equipaje para volver a ser libre tras varias horas de colas, golpes y suplicios. Un placer esto de viajar.

Esto es lo que pensaba mientras volvía en coche desde el aeropuerto una vez terminado el asueto semanal con mi amiga y compañera de más de 40 años, cuando puse un momento la radio y escuché informaciones, declaraciones y contradeclaraciones de políticos al hilo de la riada valenciana, de la mujer de Sánchez, de Ábalos, del fiscal…

De repente, me di cuenta de que la política española, y vale cualquier asunto que traten en el Congreso, es que te empujen una y otra vez a ir pensando la chorrada que se le ocurre a cada cual de los mediocres que pueblan el espacio político, te lleven de una hipérbole a un insulto sin darte más explicaciones, te suban en mensajes y te bajen de ellos, te pidan a gritos que les cuentes qué llevas en tus pensamientos para comprobar si eres de uno o de otro para, según seas, insultarte o alabarte. Definitivamente te vuelven loco, y lo peor es que estos no te llevan a ninguna parte.

Para viajes, mucho mejor los que haces en casa con unas caladas, buena música y un par de tragos. Eguberri on.