Podría ser una novela de terror, pero, desgraciadamente, se trata de una investigación sociológica encargada por la oficina del Ararteko. Se titula Actitudes machistas entre la población adolescente y joven de Euskadi y, aunque la han realizado profesionales de primer nivel, sus preocupantes conclusiones son las mismas a las que sería capaz de llegar cualquier persona que preste un poco de atención a los comportamientos de las que paradójicamente –o quizá no– son las generaciones específica y hasta machaconamente educadas en los más altos y nobles valores. Entre ellos, por supuesto, el de la igualdad.

Creo interpretar que, con una buena dosis de desazón, el propio estudio viene a reconocer que semejante esfuerzo en inculcar tales encomiables principios ha servido de muy poco. O, en la versión más amable, de bastante menos de lo que se esperaba. De otro modo, no se entiende que en la franja de edad estudiada –entre los 14 y los 29 años, es decir, un abanico desde la casi infancia hasta la que debería ser total madurez– se sigan repitiendo los estereotipos de género más rancios, como los que equiparan la posesión al amor o los que establecen el derecho de la parte masculina de la pareja a escoger la ropa de la femenina o a controlar sus horarios o sus amistades. Y aún hay constataciones más espantosas, como que solo el 50% de los chicos consideran que la violencia machista es un problema muy grave o que un número creciente de varones afirman sentirse, ahí es nada, “víctimas del feminismo”.

Ante datos semejantes, la tentación es incurrir en el rasgado ritual de vestiduras y preguntarnos con aspavientos qué es lo que hemos hecho mal, negándonos a aceptar que, justamente, una parte del error ha residido en hacer esa pregunta de forma meramente retórica para, inmediatamente, seguir haciendo eso que tan ineficaz se ha demostrado: agarrarnos al comodín vacío de la educación en valores.