el idioma se sublima en los libros y se degrada en la tele normalizando el mal hablar. Pocos comunicadores y tertulianos, ¡y no digo políticos!, se salvan de la plaga del lenguaje empobrecido. La ignorancia está detrás de las palabras voladoras que bombardean la verdad sin que una red antimisiles la proteja. ¿De cuándo data el rechazo a las redes sociales digitales como el peor enemigo de la humanidad? Desde su mismo nacimiento, pues la democratización de la comunicación (y esa es su gran utilidad) la percibieron como amenaza los propietarios de las viejas tribunas. Algo parecido había ocurrido años atrás con la llegada de la televisión y su peligro de hacer desaparecer la radio y la prensa. Pero después, nada de eso se cumplió. Con la invención de la imprenta la Iglesia perdió el monopolio de los libros; pero su poder, incluida la censura, se ha extendido hasta nuestros días. No, las redes sociales no son el demonio y si su mal uso da pie a la propagación del odio la culpa es de la existencia y práctica del odio. Si jóvenes y adultos se precipitan en su uso adictivo, la responsabilidad es de su necedad. Los pontífices de la opinión pública exigen ponerles límites y filtros para nuestra eterna salvación. Otra gran mentira es la emigración ilegal, bandera de fascistas y pusilánimes. Y no, no existe la emigración ilegal: existen las personas. Y las personas no son ilegales por muy irregular que sea su situación. “No estamos contra los emigrantes, sino contra la emigración ilegal”, proclaman los ultras, Albiol y hasta el propio Gobierno. Es una trampa inmoral dividir a hombres y mujeres en legales e ilegales, una estrategia de deshumanización tan vieja como el mundo: antes las brujas, los herejes, los revolucionarios y ahora los migrantes. Cuidado con los que nos inducen a no pensar.