Suma y sigue esta columna de lo que les cuento a la izquierda de la página, que no es otra cosa que la imposibilidad de creer en que las decisiones de las altas instancias judiciales –por fortuna, a pie de juzgado ordinario, la cosa cambia– no vienen teñidas por la ideología de quienes las toman. Lo acabamos de ver con el auto del Tribunal Supremo que, porque sus señorías lo valen, anula cautelarmente el traspaso a la CAV de la homologación de los títulos universitarios extranjeros. Viene a ser casi un calco de aquella sentencia del propio Supremo que atendió la reclamación de un sindicato de guardias civiles y se cepilló de un plumazo la transferencia a Nafarroa de las competencias de tráfico. Coinciden en ambos casos los hechos de que los togados del tribunal de revisión se meten en una harina que es propia del Tribunal Constitucional y que da la razón a colectivos profesionales que dicen sentirse agraviados por sendos acuerdos políticos no solo legítimos sino perfectamente legales.
Manda muchos bemoles que agrupaciones corporativas y corporativistas tengan, a ojos del Supremo, más predicamento que los representantes de la voluntad popular. En el asunto particular de los títulos extranjeros, canta La Traviata que las organizaciones gremialistas recurrentes apelen a la “inequidad” que supone que unas comunidades tengan capacidad para homologar y otras no. Primero, están reclamando un centralismo jacobino que ríete tú del “café para todos”. Segundo y más importante, se están revelando como entidades rayanas en la xenofobia que pretenden impedir que profesionales extranjeros perfectamente capacitados les disputen las alubias y, si es el caso, el caviar. Y no, pese a que el grupo mediático que ustedes saben apuntó a que la decisión tendría incidencia del copón en los planes de Osakidetza para contratar personal sanitario, lo cierto es que el daño real estará en otros ámbitos que, de momento, no podrán atraer talento del exterior.