Las txosnas de Vitoria-Gasteiz amenazan con un plante si se les obliga a aplicar el sistema Ticket-bai, que supone que cada consumición que sirvan será computada por la Hacienda foral del territorio y estará sometida a los impuestos que contempla la legislación vigente. La misma advertencia se hizo por parte de los que reparten la pana en las fiestas de Bilbao y, me imagino, será respaldada en Donostia y, más allá de las capitales, en todos y cada uno de nuestros municipios. El argumento bastante poco comprable es que se trata de organizaciones autogestionadas que animan el cotarro sin presunta intención de lucro. Ahí es la primera vez que se me escapa la risa tonta. Allá en mi lejana mocedad, yo formé parte de una comparsa asociada al requeteizquierdista partido político en el que militaba (lleno de muy buena gente, no mezclemos) que obtenía sus recursos de todo el año gracias al tingladillo de mecanotubo que instalábamos durante Aste Nagusia de Bilbao en las inmediaciones de la iglesia de San Nikolas. De cada triste zurito la ganancia era del 500 por ciento. Me descogorcio de la risa al pensar en lo megaanticapitalistas que éramos, pero no renunciábamos a clavar al personal una plusvalía que sobrepasaba los límites de la usura. Todo por la causa, faltaría plus.
La cuestión es que, unos cuantos lustros después, el modelo no ha cambiado, salvo por el hecho de que aquellos chiringuitos de mala muerte se han convertido en instalaciones del copón de la baraja con escenarios gigantes con luminotecnia de flipar literalmente en colores y actuaciones musicales de notable pedigrí. Lo verdaderamente raro es que durante tantos calendarios se haya mirado hacia otro lado respecto a una situación que cantaba a chotuno. Mientras el común de los pardillos autónomos –ya no hablo solo de la hostelería– tiene que dar cuenta hasta del último céntimo que factura, hay caballitos blancos que están exentos. Pues debería ser que no.