nos ponemos en marcha hacia La Vacación, ¡qué alegría, qué emoción! Si me dieran un euro por cada vez que mis hijas me preguntan cuándo llegamos a nuestro destino, me llegaba seguro para pagarnos el camping de aquí a que cumplan los 18. Y aún me sobraba para tomarme allí varios cafés con sus croissants, en plan derroche. Vaya por delante que yo de mis muchachitas no me quejo. Nuestras criaturas siempre han llevado el coche más que bien, sin llantos, sin rabietas, sin mareos ni malestares. Las inventoras de la Biodramina no harán negocio con mi familia, no señor. Al menos, de momento, crucemos los dedos. Pero de la eterna necesidad de saber cuándo llega el fin del trayecto, de la tan manida pregunta de cuándo llegamos pronunciada hasta el infinito, de ésa no me libro yo ni aun habiéndoles explicado previamente y con mucha antelación cómo, cuándo y de qué manera será nuestro viaje, como madre moderna que soy. Y da igual lo mucho que me haya currado los entretenimientos, da igual la cantidad de cuentos que hayamos llevado, los juegos que nos hayamos inventado, la lista de pasatiempos que haya recopilado durante el año del Instagram (qué gran fuente de inspiración para las madres del mundo), el cubo de Rubik, el ajedrez magnético de viaje, el Furra Furra Fandangua o el Agur Zuberoa. Porque todo ese arsenal nos libra de la perorata de cada viaje, como mucho, un par de horas tirando por lo alto. Mis hijas todavía no han leído a Kaváfis y su famoso Viaje a Ítaca y a ellas lo que ocurra en el camino ahora mismo les da igual, porque su deseo es llegar al destino y a todo eso que imaginan que les ofrecerá. Sin embargo yo, que soy fan del poeta griego, me guardo también estos ratitos de turra sin fin aunque me queje. Porque sé que algún día miraré el asiento de atrás vacío de sillas isofix y echaré de menos sus cánticos con la lagrimilla nostálgica del nido vacío.