Los seres humanos somos montañas de contradicciones irresolubles. Clamamos que estamos en una emergencia climática planetaria, pero encontramos justificación para tirar de coche. Lamentamos que se mueran las tiendas de barrio, pero compramos en las grandes superficies o en internet. Defendemos el producto de kilómetro cero, pero llenamos la cesta con mercancías que han dado la vuelta al mundo antes de llegar al lineal. Y, de un tiempo a esta parte, hemos incorporado una nueva incoherencia: exigimos que se ponga coto al turismo masivo –sin explicar a partir de cuántos forasteros se aplica ese concepto–, pero, en cuanto podemos, nos damos un rule a cualquiera de esos lugares en los que no cabe un alma más. Por lo visto, turistas son solo los demás.

Lo preocupante, como estamos viendo en Barcelona pero también más cerca, es que la inquina hacia los visitantes va subiendo de tono y se manifiesta en insultos, abucheos y actuaciones coactivas. Las mismas personas que dan clases de tolerancia y de buena acogida se refieren a los extranjeros como “putos guiris”, metiendo en el mismo saco a millonetis de Rolex en ristre, mochileros que van todo el día empapuzados o familias corrientes y molientes que viajan porque les gusta conocer lo que hay más allá de su casa. Resulta curioso, a la par que significativo, que esto nos pase en una tierra en la que, con excepciones como Donostia y alguna otra localidad de la costa, apenas se recibían visitantes hasta hace muy poco tiempo. Hoy mismo, el número de viajeros es, en términos generales, bastante manejable, con el añadido de que la mayor parte practica un turismo nada molesto y totalmente respetuoso. La clave, mirando al futuro, será que no se nos vaya de las manos un fenómeno que nos enriquece en lo económico y en lo personal. Habrá que poner tasas específicas allá donde sea necesario, pero será un gran error dejarse llevar por la turismofobia, que no es más que otra variante de la xenofobia.