La mejor manera de combatir ideológicamente a los reaccionarios pasa por entender qué puede significar hoy serlo y su contrario. Me temo que en el fragor de la batalla nos estamos saltando algunas distinciones que serían muy útiles no solo para comprender lo que está pasando sino también para acertar con lo que podría hacerse.
En el entorno ideológico más bien caótico en el que nos movemos, es necesario clarificar qué puede significar hoy el progreso y el retroceso, más allá del automatismo de situarnos y colocar a los adversarios donde más gratificante nos resulte. Sabremos qué es un progreso de verdad cuando hayamos reconocidos sus ambivalencias y sabremos lo que es una reacción en el momento en que sepamos cómo distinguirla de la conservación.
Todos sabemos qué es el progreso –la abolición de la esclavitud, el crecimiento en los derechos, la eliminación de la desigualdad…– pero también que ciertos movimientos que solemos calificar como progresistas o no lo son del todo o no sabemos exactamente por qué lo son. Hace tiempo constatamos el carácter problemático y controvertido del progreso, abandonamos su concepción lineal, su mecanicismo e incontestabilidad, la praxis consistente en hacerlo avanzar acelerando el movimiento en la dirección conocida. Ya no es tan fácil reconocer “el movimiento real” de la historia, como pensaban Marx y Engels. Es mucho más certera aquella idea de Adorno de que el progreso articula el movimiento social y al mismo tiempo lo contradice. Por eso tiene sentido que se planteen propuestas de desaceleración con objetivos que no tienen nada que ver con las motivaciones reaccionarias, aunque guarden ciertas similitudes formales. El progreso no es el camino hacia un fin prescrito sino la apertura hacia lo mejor. Sin la posibilidad de cambiar, si no fuera posible el nacimiento de realidades alternativas, el progreso no tendría sentido. Pero si eso es así, entonces la idea misma de progreso es más un problema que una solución, es un espacio de posibilidades que tiene que ser explorado y no tanto una insistencia en lo que ha dado buenos resultados hasta ahora.
Muchos cambios sociales que calificamos como progresivos son ambivalentes, con resultados secundarios no deseados: liberaciones que nos hacen más vulnerables; profusión de la información disponible que no mejora el conocimiento, sino que desorienta; aumento de las posibilidades de intervención de cualquiera en el espacio público que es tanto una conquista democrática como la causa de la desinformación. Frente a la idea de una acumulación lineal está la realidad de soluciones que generan otros problemas o que tienen un alto coste del tipo que sea.
Si el progreso ya no es lo que era, ¿en qué puede consistir hoy la regresión? Un cambio regresivo es algo distinto del mantenimiento de lo presente. Querer conservar algo no es necesariamente regresivo. Hay casos en los que recuperar una práctica tradicional puede ser una forma de progreso, como se plantea en la rehabilitación de viejas formas de producción alimentaria o en las propuestas de desaceleración, desconexión o reivindicación de la cercanía. Pueden ser discutibles o utópicas, pero no necesariamente regresivas cuando responden al intento de corregir algún efecto secundario de lo que se consideraba progresivo sin haber reflexionado suficientemente sobre ello.
Los reaccionarios tienen otras motivaciones y objetivos. Su posición responde a la nostalgia de las certezas estables, de los roles incuestionados, los límites respetados y la seguridad a cualquier precio. Los reaccionarios se sienten sobrepasados por la dinámica social, que rechazan, en todo o en parte, a diferencia de los conservadores que pretender equilibrar esa dinámica. La regresión es el intento de volver o mantener algo que no se puede conservar. Por eso se puede discutir con los conservadores acerca de la magnitud o necesidad de lo que se pretende conservar, pero no es posible negociar con los reaccionarios sobre el alcance de la regresión.
La filósofa alemana Rahel Jaeggi propone entender la regresión como un bloqueo de la experiencia y al aprendizaje, como una deficiente solución de las crisis. Progresismo sería, por el contrario, introducir reflexividad donde había automatismo o incapacidad para el cuestionamiento. Esta doble posibilidad se hace patente en las respuestas a las crisis. Los reaccionarios no responden a las crisis con medidas para resolverlas sino con su negación. Pensemos en algunas de las sacudidas que ha experimentado la sociedad contemporánea y en las grandes bifurcaciones que se plantean: la pandemia fue un pretexto en algunos países para fortalecer al poder ejecutivo y desarrollar un individualismo mayor, pero también nos ofreció la posibilidad de ensayar nuevas formas de gobernanza y poner nuestra atención en lo común; el cuestionamiento de la masculinidad tradicional conduce en unos casos a la descalificación del feminismo y en otros a un replanteamiento de la figura y los roles dominantes del hombre; la crisis de la familia tradicional ha impulsado el deseo de asegurar su supervivencia en entornos homogéneos, pero también la solución liberal y pluralista; de las crisis hay quien pretende salir buscando los culpables e incluso despertando el odio hacia quien anuncia o simboliza una transformación (feministas, homosexuales, expertos...) o, por el contrario, convirtiéndolas en momentos de (auto)cuestionamiento e inclusión.
¿Cómo podríamos caracterizar entonces al progresismo? En términos generales, como una actitud hacia las crisis que posibilita el aprendizaje y, desde el punto de vista práctico, como inclusión. Esta idea se puede sintetizar en la imagen de una ampliación del círculo (Peter Singer) o como la inclusión de los que habían sido excluidos (Michael Walzer). Todo progreso implica ensanchar el nosotros, que incluye a extranjeros, mujeres, niños, generaciones futuras, minorías en el ámbito de lo que debe ser tomado en consideración, de quienes cuentan y deciden. La historia del sufragio es un buen ejemplo de esta ampliación de los protagonistas. El eje principal es el que opone la inclusión a la discriminación.
El peculiar paisaje ideológico en el que nos encontramos a causa de las tensiones que provoca la irrupción de la extrema derecha genera algunas curiosas paradojas. Una de ellas consiste en que defender la democracia no pasa hoy por intensificar el combate entre la izquierda y la derecha sino por acudir en ayuda de la derecha clásica, que no se está entendiendo correctamente a sí misma. En tiempos de zozobra política el mejor servicio que se le puede hacer a la democracia es no meter en la misma categoría de los reaccionarios a todos los que discrepan de nuestras ideas y, en concreto, distinguir entre los conservadores y los reaccionarios. Esto puede interpretarse como un escrito de ayuda al PP, cuyo destino quisiera creer que todavía no está irremediablemente atado al de los reaccionarios, que todavía puede ser un partido liberal-conservador. l
Catedrático de Filosofía Política, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y titular de la cátedra Inteligencia Artificial y Democracia en el Instituto Europeo de Florencia.