Una vez más, la misma escena. Ramos de flores sobre el asfalto en que cayó apuñalada la última víctima, que muy pronto será la penúltima. Los medios, con tono compungido pero sin renunciar al morbo, damos pelos y señales de su corta y, en este caso, complicada vida. Políticos de todo signo tiran del sobeteado argumentario para lamentar, rechazar y afirmar con el voluntarismo inútil de costumbre que “aquí no hay lugar para los violentos”. No faltan tampoco los pescadores de río revuelto que sacan a paseo el discurso rancio de costumbre, bien es cierto que porque los bienpensantes les han cedido el monopolio de la denuncia de hechos calcados repetidos en bucle como el que nos ocupa. Todo, mientras las personas de bien, que son, entre otras muchas, las que viven en las zonas donde ocurren estos episodios o quienes tienen hijos o hijas que podrían ser la próxima víctima, se sienten impotentes, desamparadas y rabiosas. Perciben que nadie las escucha y que no se hace nada para detener esta espiral de violencia gratuita con consecuencias irreparables.
Quizá decir que no se hace nada no se ajuste totalmente a la realidad. Pero sí es cierto, como demuestra la reincidencia, que aquello que se hace no es eficaz. No solo no se ha conseguido aminorar la sangría sino que los datos tozudos, por más que se intenten camuflar en estadísticas cocinadas vaya usted a saber cómo, hablan de un crecimiento sostenido.
Tampoco seamos unos ingenuos. No hay una solución mágica. Cualquiera que haya renovado el carné unas cuantas veces es consciente de que en nuestro entorno y en otros no han faltado problemas de inseguridad. Atracos, agresiones, peleas ha habido en todas las épocas, de acuerdo. Pero hay algunas diferencias respecto a las que se multiplican de un tiempo a esta parte, empezando por el hecho de que siempre se tuvo claro que había que plantar batalla a los que cometían los actos violentos. Hoy ya no es así.