Igual que hay personas que no usan los intermitentes cuando conducen, en la vida hay otras que tampoco sabes por dónde te van a salir. Las primeras creen que la carretera es suya y que las demás debemos adivinar sus intenciones, y suele ser difícil lidiar con su comportamiento si no quieres tener un accidente. Las segundas pueden ser crípticas por muchos motivos, desde la timidez a la mezquindad pero, igualmente, con ellas tienes que pisar sobre seguro infinidad de veces si quieres evitar un accidente de tipo relacional. Esto no suele suceder con las criaturas. Una niña nunca te va a sacar de la chistera un buen día tomando café aquello que dijiste hace tres años, para retomar una discusión que pensaste resuelta pero no lo estaba. Tampoco va a pretender ser tu súper amiga para, cuando tengas un conflicto con ella, darte la espalda sin ninguna explicación, en vez de resolverlo contigo. Porque a las adultas no nos gusta demasiado la confrontación y preferimos poner verdes a las demás en el corrillo del patio, cual elenco de una peli de Berlanga, gran analista sociológico. Una niña te dirá claramente si algo le gusta o no y no se esconderá cuando haya tenido un problema contigo, porque te soltará sin filtros sus argumentos. Las criaturas van de frente, al menos hasta llegar a la edad en la que te das cuenta de que, por desgracia, la sinceridad sólo está valorada en la teoría educativa con la que te machacan los adultos. Y entonces comienzas a tejer comportamientos intrincados que acaban siendo carne de terapia. Cierto es que hay que estar preparada para recibir esa sinceridad sin ofenderse. Así que yo me muerdo la lengua cuando mis hijas me dicen que esta mañana en el desayuno les he hablado fatal, mientras otras madres y padres afean a las suyas su franqueza infantil para, después, darse la vuelta y continuar poniendo a caldo a la madre de su amiguita.