Dicen que las personas que vivimos en la ciudad hemos perdido la costumbre de mirar a lo lejos. Que, rodeados de edificios, olvidamos que hay un horizonte allá detrás, unas montañas lejanas, unas nubes sobre ellas, el sol… Que se nos ha quedado una mirada cortoplacista y hemos perdido ese mirar más allá que mantiene la gente del campo. A veces pienso que lo hemos perdido en todos los sentidos. Que caminamos pensando en la siguiente parada, pero no en el rumbo que estamos tomando, que avanzamos sin saber a qué dirección final nos dirigimos. Vamos tomando pequeñas decisiones, que en su pequeñez no parecen estar cambiando nada, pero llega un día en el que, oh sorpresa, nos vemos en un escenario que no esperábamos y que no nos gusta. Pero ¿cómo he llegado yo aquí?, nos preguntamos. Pues hemos llegado poco a poco, dando pasos con las luces cortas y sin brújula. Por eso me gusta la gente que mira lejos, la que no se ciega con lo que tiene delante, la que relativiza, la que tiene perspectiva, la que valora a largo plazo. La gente que, ante una discusión entre amigos, por ejemplo, no se obceca con el conflicto puntual y sabe mirar lejos, sabe poner en la balanza si merece o no enfadarse, mira hacia delante y hacia atrás, y pone en valor el camino completo de esa amistad. Así, en muchos casos, es probable que concluya que no merece enfadarse por ese conflicto puntual, que merece mantener y cuidar el horizonte de amistad que ve a lo lejos. Me gusta la gente que mira lejos incluso cuando te mira a los ojos, porque no está viendo solamente tu rostro, tu apariencia. Sientes que miran más adentro, que intentan ver tu esencia, la que te hace una persona única, la que no se puede imitar ni retocar estéticamente. Me gusta la gente que mira lejos, porque en la distancia está a veces lo más cercano, lo más querido. Porque, como bien sabe la gente del campo, mirando al horizonte se puede adivinar qué nos espera mañana.