Tras el arrebato de empatía, llega el momento de reclamar a Pedro Sánchez que aclare el futuro inmediato. El presidente español se dio hasta el lunes para decidir si se va o se queda. Vaya por delante que la suciedad que rodea todo en la política española no se iría con él. La huella ecológica del aire irrespirable que ha creado la derecha deja marca más allá del líder del PSOE. Muerto el perrosanxe, no se acaba la rabia –como no se acabó la corrupción tras la marcha de Aznar o Rajoy– porque los rabiosos han llenado la calle de la espuma que siguen lanzando por la boca.
Yo no sé si Begoña Gómez es una trilera o una santa. Me encantará que se clarifique pero no le haré los coros a la morbosa e interesada lapidación pública de su persona como medio de tumbar al presidente. Otra cosa es que al presidente sí le exija que eso que llaman sentido de Estado le anime a cerrar cuanto antes este capítulo, que creo que no está gestionando con la debida corrección.
Es comprensible el impacto personal y humano de todo el asunto. Que tuviera el impulso de sincerarse ante la ciudadanía con una carta. Pero también creo que alguien, a su alrededor, debió introducir un punto de solemnidad institucional y no sustituirla por una escenografía de fácil acogida popular. El pasado táctico reciente de sus estrategas está plagado de ejemplos de gestión de la inmediatez sin atender al medio plazo; saltar el próximo obstáculo como principio de una carrera política que si algo ha sido es resiliente y no visceral. Por eso la empatía que señalaba al principio y que también uno es capaz de sentir, no se libra del regusto amargo de esa sospecha que señala que pudiéramos estar ante otro as en la manga.
Sánchez tiene derecho a irse y tiene derecho a quedarse. Si está en irse –y creo que sería el preocupante triunfo de algo que deteriora profundamente la democracia–, debió haber esperado a concluir su meditación en lugar de fijar una pausa dramática de cuatro días. Si está más por quedarse, el mensaje del pasado jueves debió ser, directamente, el de una cuestión de confianza en el Parlamento, con la que ratificar la legitimidad de su mayoría en las nuevas circunstancias. En todo caso, quedan cicatrices.