Ramadán es uno de los nombres de Dios. Es ese momento especial en que el profeta recibió la revelación del Corán y se convirtió en mensajero de Alá. Dos millones doscientos mil árabes en España están en estos días liberando la esclavitud de sus deseos. Este ritual comienza con la aparición de la luna el último día del mes de sacaban, el octavo mes en el calendario lunar. Para un musulmán es un tiempo divino en el que se queman los pecados, se cierran las puertas del infierno y solo Dios ocupa la mente de los penitentes. Nosotros decimos penitentes, es un error, los que cumplen las reglas del Ramadán están felices, es el tiempo del perdón.
Tengo una amiga de Marruecos. Es muy guapa y me sorprendió que tuviera una hija de 25 años y un hijo de 20. “¿Cómo es posible? –le dije– eres muy joven”. Me cuenta con naturalidad, una naturalidad imposible de fingir, que la casaron con 13 años, no conocía al novio y cuando llegó al altar (o el lugar donde se juran los votos matrimoniales) empezó a gritar como una loca. “Mamá, no quiero casarme”. A rastras la llevaron al “patíbulo”. Mientras un grupo grande de vecinos y amigos, se reían y cantaban alborozados para celebrar la ceremonia. A nadie le preocupó la protesta de la niña. Era una costumbre y había que cumplir. Se quedó viuda con 23 y empezó su camino libre, aunque preocupada por el peso de una familia que no tenía cómo mantener. “¿Tú le querías?”. “Pues no, pero había que aguantar”. La docilidad fue su segunda obligación y por esa tradición desautorizada las quejas están lejos de ella. Ahora que tiene su familia unida en Euskadi, gracias a Alá, es feliz. Estos días los tres hacen Ramadán. Me cuenta que Ramadán no es un castigo, es un tiempo gozoso donde no les va a pasar nada. El mal desaparece durante los 30 días de celebración. Mi amiga me cuenta que la última noche de ayuno, se visten de fiesta, se pintan con henna y van a la mezquita a rezar. Los rezos duran toda la noche, cada uno en su corazón pide un deseo y, en un momento de las horas del rezo se abren los cielos y Alá, concede la petición. Le escucho con envidia por el fervor de su fe.
Cuando ves a tantos miles de árabes cumplir con verdadera devoción los preceptos de su religión, pienso que la Iglesia católica, también, está en tiempo de cuaresma. Un periodo del año en el que se hacía penitencia, se cubrían las imágenes de los templos, se cerraban los cines y los bares y era una falta de respeto manifestar alegría. Todo el entorno se volvía morado en estos cuarenta días. Había que hacer ayuno y abstinencia. No se podía comer carne los viernes y el bacalao protagonizaba casi todas las mesas cuaresmales. Pero… siempre un pero que rompe la tradición y el sacrifico. Recuerdo ir con mi madre a la parroquia de San José de Barakaldo a comprar una bula. Con esa bula –un simple papel– se podía comer carne y evitar los preceptos religiosos. Así, solo quedaba dos días de penitencia –el miércoles de ceniza, comienzo de la Cuaresma, y el Viernes Santo, día en que se conmemoraba la muerte de Jesús– que era obligatorio el ayuno y la abstinencia. Ya tampoco se cumplen estos preceptos, salvo en los conventos o familias muy religiosas. La mayoría de los creyentes aprovechan esos días para ir de vacaciones, curiosamente a ciudades que celebran ruidosamente este tiempo especial: Sevilla, Málaga, Valladolid y tantos sitios están desbordados de viajeros que buscan en la Macarena y el Cristo crucificado, todo lo que han perdido a lo largo de los años. El Ramadán cristiano, es más ligero, tanto que hemos olvidado las fechas y aunque las mantillas y las peinetas, con riguroso luto, acompañen a las procesiones, ni los propios penitentes saben por qué llevan un paso sobre sus hombros. Algunos, descalzos, si piden a Dios perdón, cantan desde un balcón una saeta dolorida y con la boca abierta y los ojos llorosos, ven pasar a la Virgen de los Dolores. ¿Qué hay de verdad en estas manifestaciones públicas? Poco, los capirotes, las trompetas doradas y los tambores no tienen nada que ver con la cruz de espinas y el corazón de plata de la Virgen traspasado por flechas ensangrentadas.
El año pasado, mientras se transmitía una procesión por televisión, un locutor preguntó a una niña que miraba arrebolada el paso lleno de flores de la Macarena. El locutor le preguntó a la niña: “¿Te gusta la Macarena?” y contestó que mucho y el informador le hizo una segunda pregunta: “¿Sabes quién es la Virgen? “No –contestó–, por qué. No la conozco”. El periodista se quedó con el micrófono en la mano, sin saber cómo seguir.
Si contamos la historia de Cristo, el elegido, caminando con sus doce amigos, sus enseñanzas y milagros, nos daríamos cuenta de que hablamos de un joven superestar de 33 años. Alguien más allá de lo humano. En estos días recordamos su asesinato.
Periodista y escritora