Nunca he sido un gran admirador de Alberto Garzón. No lo fui ni siquiera cuando se convirtió en un icono de la política pop. El éxito le duró exactamente el tiempo que transcurrió entre el 15-M y el nacimiento de Podemos. Después, botellines de cerveza mediante, fue relegado a un papel secundario en aquel espacio que nacía para empoderar a los de abajo frente a los de arriba y que se terminó convirtiendo en el mejor ejemplo de organización jerarquizada ante el mando de Pablo Iglesias. De Garzón puedo decir que no comparto ni sus recetas económicas, ni las políticas que ha aplicado como ministro de consumo. Mucho menos comparto el carné del Partido Comunista que lleva en la cartera. Sin embargo, si me dedicara a la consultoría del sector público y tuviera que reforzar mi equipo, lo contrataría sin ningún tipo de duda. Y, a pesar de lo que alguno pueda pensar, no lo haría por sus contactos, que alguno seguro que tendrá. Aunque viendo cómo bajan las aguas, políticas y personales, en ese espacio a la izquierda del PSOE, no me atrevería a asegurar que eso sea garantía de nada. Ficharía a Garzón y lo haría porque durante los últimos trece años ha adquirido una gran experiencia política e institucional. Una trayectoria en la que ha podido conocer las tripas de la administración, en la que ha liderado equipos, ha explicado proyectos y ha tenido que negociar con unos y con otros. Eso es, sin duda, un currículum que la empresa privada tiene que ser capaz de valorar. Y me alegra ver que así ha sido. Que solo tres meses después de dejar su cargo, José Blanco, CEO de Acento, ha querido contar con Garzón para su consultora. Aunque ha terminado renunciando al trabajo por las presiones que recibidas en la izquierda de la izquierda, donde, al parecer, está mal visto ganar dinero con las destrezas adquiridas, sobre todo, cuando quien gana ese dinero no es uno mismo. Si prohibimos trabajar después de la política, pocos van a querer entrar, pero, sobre todo, nadie va a querer salir.