De todas las virtudes que tiene mi señora madre, hay una que admiro sobremanera: su mano izquierda ante la adversidad. Mi madre es una dama de otra generación, quizá esa habilidad suya en la gestión de los infortunios fue una asignatura troncal en su educación y éste es un dato que no nos ha contado… El caso es que ella se echa la mochila al hombro, sea cual sea su peso, y tira para adelante con una sonrisa en la boca y una canción en el corazón. Yo, en cambio, me desvelo rápido y me cuesta ver la luz al final del túnel. Algunas me dirán que es que a nosotras nos ha venido todo dado. Pero siento discrepar, porque aquí cada una hemos tenido lo nuestro. Yo más bien tiendo a pensar que mi madre está hecha de una pasta especial y que, como decía Sara Montiel, cuando a ella la hicieron, rompieron el molde. Mi ama no es una sufridora, es una mujer de fuerza inusitada que transita por la vida sin capa porque no la necesita y sin alardear de sus poderes extraordinarios porque no le hace falta. En ella, el afrontar las cosas, vengan como vengan, es algo natural. Y no digo yo que a veces le hiciera falta sacar algo más de su emoción, porque siempre es bueno desahogarse. Pero hasta en ello mi madre sabe buscar sus vías de escape para cuidarse, o eso me gustaría creer. Así que estos días que nos toca quedarnos en el hospital, acudo a mi madre en busca de ayuda y consuelo más que nunca, porque ella se sabe los códigos, se conoce el lenguaje y domina el terreno, cual McGiveresa de estos menesteres. De ella aprendí a llenar una bolsa a lo Mary Poppins en la que no falte de nada, para hacernos la estancia más llevadera y los momentos más crudos, menos oscuros. Mi madre no puede estar aquí para abrazarnos, pero somos afortunados, porque tenemos muchas personas en nuestra vida y en este hospital que también nos cuidan mucho y bien. A todas, a ti también ama, gracias de corazón.