La sucesión de golpes de Estado que se están produciendo en el continente africano intimida (200 desde hace seis décadas) y, al mismo tiempo, no dejan de ser un peligroso síntoma. Tras la asonada militar en Níger (26 de julio), se ha producido otra, en poco más de un mes, en Gabón (30 de agosto), contra el presidente Ali Bongo. Pocos son, sin duda, los países que se han librado de algo parecido y los que no viven bajo el control de una familia, de una oligarquía o bien son sencillamente dictaduras que únicamente tienen de régimen liberal el nombre (caso de Egipto, Túnez o Marruecos). Sin embargo, el efecto de que otros elementos armados aspiren a lo mismo que ha sucedido en fechas recientes tanto en Níger como en Gabón, sin que ningún organismo internacional reaccione de forma contundente, desvela también la franca debilidad que, actualmente, se ha instaurado en la región.
Desde luego, la guerra en Ucrania ha polarizado la atención de Occidente y eso invita a que los viejos equilibrios existentes se puedan venir abajo. Sin embargo, los males de África no son realmente nuevos. Como la falta de desarrollo social y económico, ausencia de justicia social y de las prerrogativas del estado de derecho en sociedades multiétnicas que viven enfrentadas por el control de los recursos del territorio. A todo ello cabe sumar, por descontado, unos sistemas políticos frágiles en los que el presidente cobra un papel protagonista frente al orden parlamentario y constitucional (que, a veces, solo es una fachada para instituir el continuismo de una dictadura, como el caso de Guinea Ecuatorial). Asimismo, por si fuera poco, la oposición es desmantelada a base de una fuerte represión o firmemente controlada.
En consecuencia, sin una sociedad civil que cuente con unos ciertos mimbres de entidad, el Ejército se erige como el único instrumento capaz de controlar al Ejecutivo o destituirle, con las implicaciones negativas que ello conlleva.
Los militares actúan como una corporación subordinada al poder central, pero sujeta a intereses particulares. Pero los pronunciamientos no son el recurso para mejorar la realidad de una forma adecuada. Además de que se puede correr el riego de acabar en guerra civil como está acontecimiento en Sudán. Cierto es que la dinámica golpista y dictatorial tampoco es que sea novedosa. Sin ir más lejos, en Togo, el clan Gnassingbé, lleva desde 1967 de forma ininterrumpida al frente del Estado, tras la insurrección del general Eyadéma. A continuación, y desde 2005, le ha sustituido su hijo Faure, reelegido como presidente desde entonces. Ni qué decir que la oposición es acallada con firmeza. Otro país que ha seguido una senda parecida ha sido Camerún, dirigido con mano de hierro desde hace cuatro largas décadas por Paul Biya, ganando también en todas las elecciones a las que se ha presentado. A esta lista habría que añadir Congo Brazzaville. De hecho, su actual presidente, Denis Sassou-Nguesso, lleva desde 1979 como jefe del Estado (salvo un lapso de cinco años), quien ante el miedo que se produzca un efecto contagio ha convocado a la Comunidad Económica de Estados de África Central (Cedeao). Claro que a diferencia del G-7, de la OTAN o la UE, la Cedeao se considera más que un organismo político de interés una especie de sindicato de autócratas, en suma un Congreso de Viena (1815) si se prefiere, en donde los dictadores de turno se apoyan entre ellos para que nada cambie; no tanto para impulsar y desarrollar de forma adecuada, justa y libre sus respectivos países.
Comoquiera, la influencia imperialista ha dejado sus profundas huellas en África. La mayoría de los países citados fueron antiguas colonias galas que, en algunos casos, copiaron el sistema presidencialista de la V República para sus respectivos estados, pero sin advertir sus deficiencias. Por lo que los presidentes han acabado por acumular un poder inmenso en donde solo los militares son capaces de deponerlos cuando la gestión se vuelve caótica o pésima (aunque tampoco es que las asonadas militares sean ninguna solución, son parches o remedos). Aunque en África oriental la situación es más estable, tampoco es paradisiaca y cuenta con la misma problemática. Eritrea, independizada en 1991, solo ha conocido a un presidente, Isaías Afeweerki, lo cual es muy indicativo de que o hace muy bien las cosas desde hace ya 22 años o tiene bien sujetas las riendas del Estado. En Yibuti, el país vecino, la situación no es mejor, e Ismail Omar Guelleh es reelegido desde hace más de dos décadas de forma consecutiva. En Uganda, más de lo mismo. En otros, como Somalia, colonia británica, es el caos el que predomina.
El nuevo contexto internacional ha llevado a que otros actores entren en juego en África como China y Rusia. Tradicionalmente, han sido Francia y EE.UU. (en el marco de la Guerra Fría y, a continuación, por la lucha contra el yihadismo) los países que han ayudado y apoyado gobiernos por temas de seguridad. Pero la penetración de Pekín y Moscú ha venido dada, en parte, por la incapacidad de aquellos de dar solución a los problemas existentes y por actuar de una forma paternal, en subordinación a sus intereses. China, en los últimos años, está llevando a cabo de forma discreta y hábil una serie de inversiones clave, ante los grandes recursos existentes que ambiciona controlar, que le ha granjeado la amistosa relación con muchos de ellos, con la ventaja añadida de que su presencia está limpia de los prejuicios que les procura el imperialismo decimonónico europeo. En lo tocante a Rusia, la presencia del Grupo Wagner se ha convertido en el mejor exponente de la influencia de Moscú en la región, pues los mercenarios, con métodos expeditivos, no dudan en apoyar cualquier tipo de régimen que les pague bien, y sin la necesidad de tener que atender ciertas garantías de respeto de los derechos humanos en la salvaguarda de la población civil. Algo sustancial debería cambiar en África occidental y oriental para revertir tal aciago devenir, pero nadie sabe el qué ni quién puede encauzarlo con garantías…
Doctor en Historia Contemporánea