Es curioso lo poco que ha calado la admonición del evangelio de San Marcos mandando que el sábado sea para el hombre y no el hombre para el sábado. Digo esto porque salen hasta de debajo de las piedras nuevos constitucionalistas que, con los ojos en blanco, dicen que el hombre está hecho para acatar la Constitución y no la Constitución para servir al hombre. Ni la han leído. En su ensañamiento contra los “periféricos”, son muy laxos en asuntos de nervio. Ahí no entra ni el rey con su impunidad, ni la Loapa, ni el Gal, ni el incumplimiento del estatuto de Gernika, ni nada que les incomode. Mucho menos, un Tribunal Constitucional como árbitro comprado. Se les llena la boca hablando del sagrado e intocable texto constitucional mientras sacan a pasear la palabra hereje, fugitivo, minorías desechables y privilegios y se quedan tan anchos. No fue ese el espíritu que alumbró aquel texto en 1978 y por muy poco no se logró que los nombres de Galiza, Euzkadi y Catalunya fueran cosagrados en el artículo 2 como Nación. Hoy, la envidia, el complejo y la ignorancia han uniformizado la designación. En la actualidad todas son comunidades históricas y todos nos quieren como españoles con alpargatas. Lo que impidieron los militares ha terminado por cuajar. Ya lo dijo el filósofo asturiano Gustavo Bueno: “La filosofía basura política de Peces Barba es cuando dice no distinguir nacionalidad de nación”. Sin embargo, fue Fraga quien en la ponencia anunció su voto negativo por no admitir la palabra “nacionalidad” porque se trataba de “nación”. “Es así Don Manuel”, le contestó Roca.
Ante el clima eléctrico que se ha creado referido a la amnistía, amnistía que se aprobó en octubre de 1977 para resolver un problema irresoluble como fue la de vaciar las cárceles y no condenar a asesinos, ladrones y verdugos de la dictadura, entre ellos a Manuel Fraga, y ante ese “encaje”, palabra maldita para Feijóo, que tras nombrarla, ha abjurado de ella como el de designar a Galiza como “nación sin estado”, el Lehendakari Urkullu hizo una propuesta de “Convención” que los del ombligo del mundo rechazaron. Pero no todos. Un prestigioso jurista gallego de Coruña me escribía: “La iniciativa del Lehendakari es una gran idea y se trata de una aportación muy importante. Habrá que irla articulando conforme se pueda. Me consta que la mayoría de la ejecutiva del BNG es favorable y la percepción en ambos sectores de Junts no es nada negativa y mejora día a día”.
Lo muy curioso del caso español es que de siete ponentes constitucionales, Fraga, Cisneros, Solé Tura, Pérez Llorca, Peces Barba, Roca y Herrero de Miñón, solo viven estos dos últimos pero no se les consulta absolutamente en nada, que en un país normal sería lo procedente. Y repito, son dos ponentes constitucionales con su cuadro en la Sala Constitucional del Congreso, la Antigua Sala Internacional, y sin el octavo cuadro que le hubiera correspondido a Xabier Arzalluz, excluido de aquella ponencia.
Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón
Herrero y Rodríguez de Miñón, uno de los ponentes constitucionales, jurista y estudioso del foralismo vasco, se atrevió a decir que Catalunya es una nación y que el cepillado Estatut era inconstitucional. Conocí a Miguel Herrero siendo éste diputado en 1986. Era el portavoz de su grupo parlamentario (1982-1987). Con una oratoria brillante, antiguo alumno de Oxford, París y Lovaina, trajes cruzados, gafas de niño repipi, grandes carcajadas, cultura oceánica, admirador de lo british, vivienda al lado del viejo ayuntamiento madrileño, conspirador nato, erudito, era el típico representante de la clase culta española y de esa derecha civilizada y positiva que cuenta con tan pocos líderes que no embisten y dan la cara. Debería ser una especie a proteger. Sus tertulias en la Ser con Santiago Carrillo y Pere Portabella en los últimos años (1998-2009) eran clases de buena política y mejor historia. Abandonó el programa debido a su nombramiento como miembro permanente del Consejo de Estado. Nada que ver con un Aznar, que le robó sus apoyos cuando, dimitido Hernández Mancha, asumió la jefatura de un PP que seguía manteniendo vivo el liderazgo de Manuel Fraga. Amigo de Ernest Lluch, escribió con él un muy lúcido trabajo, Constitucionalismo útil, quizás para diferenciarlo del constitucionalismo inútil, retórico, tóxico y prisionero de pueblos y naciones que es el vigente. En el año 2004 se dio de baja del Partido Popular.
A Miguel Herrero siempre le han acusado de un pecado nefando en la capital del reino, y es el de ser amigo de las gentes del PNV y defender las posibilidades de encaje de lo vasco en una Constitución que él corredactó. Para colmo, aceptó recibir el premio que la Fundación Sabino Arana le otorgó el 31 de enero de 1999, lo que le convirtió en blanco preferido de Jiménez Losantos, Alfonso Ussía, Martín Ferrand y demás carcundia mesetaria. En 1999 escribió un interesante libro, Idea de los Derechos Históricos. Se trata, pues, de un tipo extraño en el Madrid oficial. Lo foral es un hueso más de su esqueleto en una capital donde la ignorancia se aplaude y los políticos no tienen ni idea de historia.
Pero este hombre hizo, en la aceptación de aquel premio, algo insólito y que no había ocurrido nunca. Declararse españolista y gritar “¡viva España!” para lograr en el Teatro Arriaga de Bilbao, al término de su intervención, un cerrado aplauso de todos los vascos allí presentes. Un sabio de la política. Su breve discurso no tiene desperdicio. Conviene conocerlo y guardarlo. Dijo así:
“Unas palabras, nada más, de gratitud a la Fundación Sabino Arana por distinguirme con este galardón.
Un galardón que premia mis esfuerzos, primero como constituyente, después como parlamentario, desde hace años, como analista político y constitucionalista en pro del pleno reconocimiento de los derechos históricos del pueblo vasco.
En efecto, durante años me he dedicado a defender y difundir la idea de que el pueblo vasco, restaurado en su plenitud, debe ser el dueño de su futuro, a decidir democráticamente y con pleno respeto a lo que su identidad histórica y su actual pluralidad requiere.
Tres son las razones por las que he defendido, defiendo y defenderé esta posición. Primero, porque creo que es lo que en justicia corresponde a la historia foral y a la identidad nacional del pueblo vasco.
Segundo, porque creo que ésta es la única vía para obtener la reconciliación de la sociedad vasca y la sublimación de su dolor, para convertir un pasado tormentoso y dividido en un futuro lleno de comunes esperanzas.
Tercero, porque, como todos sabéis, soy profundamente españolista y creo que solo un pueblo vasco restaurado en la plenitud de sus derechos puede reanudar voluntariamente el secular tracto paccionado con el resto de la monarquía española. Eso es lo que, en palabras del lehendakari Agirre el 5 de diciembre de 1935, permitía gritar a los vascos, nacionalistas incluidos, ¡viva España!.
Yo comprendo que el empeño es difícil. Tanto de expresarlo aquí como de defenderlo donde yo lo hago. Por eso, el premio que me dais y por el que reitero mi gratitud es el mayor acicate”.
Lógicamente, Don Miguel no es un abertzale, pero con personas así, la situación sería otra y lo catalán, lo gallego y lo vasco tendría otra dimensión. La desgracia es que se trata de negociar con la incultura, la arrogancia, y lo primario.
Catalunya es una nación
Posterior a ese acto y diciéndose “absolutamente españolista” y al mismo tiempo identificado afectivamente con todos los movimientos nacionalistas, defendió que “la Constitución daba cabida” al Estatuto catalán, recurrido por el PP. “En el arco de la Constitución, el Estatut cabe porque la Constitución que felizmente hicimos es elástica, en el mejor sentido del término, es una doctrina que tiene fórmulas no rígidas (…). El Estatut está funcionando durante años, y la vida en Catalunya y en el resto de España está siendo totalmente normal. Yo, que soy un apasionado devoto de la España grande, que es el resultado fuerte y vigoroso de la libre adhesión de todos los pueblos, creo que Cataluña es una nación”. En este sentido, sostuvo que hacía falta defender al individuo como sujeto acreedor de todos los derechos fundamentales, entre ellos el de la “identificación nacional”.
Es evidente que no hay mucha gente en Madrid como Miguel Herrero. Por eso es un hombre silenciado. Seguramente, la situación catalana no sería hoy como es con Herrero de Miñón a los mandos. De ahí mi extrañeza que no se consulte nada con los dos ponentes constitucionales vivos y que siguen colgadas sus pinturas en la sala Constitucional del Congreso, y que lo que diga Borja Sémper o Guerra tenga más importancia que lo redactado por un experto que además se declara español y españolista. Y por eso conviene destacar su pensamiento. Se puede ser español y españolista y a la vez demócrata y un apasionado por la convivencia respetuosa, tratando de no imponer una única visión de España. Pero, desgraciadamente, la que impera es la de la España eterna, la de la Conquista de Granada y la de los tercios de Flandes, la de los Reyes Católicos, la de charanga y pandereta, cerrado y sacristía devota de Frascuelo y de María... ¡Qué pena!
Otro ponente constitucional, en este caso fallecido, Jordi Solé Turá, relató en un libro las tensiones y desencuentros que suscitó desde un principio la incorporación a la misma de la voz “nacionalidades”, que algunos diputados de AP, de UCD y de algunas formaciones regionalistas combatieron con firmeza a través de sus enmiendas. En un momento determinado –reseñaba el exdiputado comunista– “altos responsables de UCD” le comunicaron que no podían aguantar las presiones y se veían obligados a retirar totalmente el término “nacionalidades”, cosa que propondrían sus representantes en la ponencia en la sesión final”. Roca y él –añade– mostraron su más radical oposición a semejante posibilidad, dejando patente que “tanto los comunistas como los nacionalistas nos manteníamos intransigentes y hacíamos del mantenimiento o no del término nacionalidades una cuestión de ruptura o de continuación del consenso constitucional”. UCD quedaba así en una situación muy delicada. Si mantenía la expresión “tenía que hacer frente a una gran ofensiva exterior, en el seno de los propios aparatos del Estado que el gobierno ucedista controlaba con dificultad. También tenía que hacer frente a series disensiones internas”. Si, por el contrario, optaba por suprimirla, “se rompía el consenso constitucional ya resquebrajado por la retirada del PSOE, y con ello UCD se ponía en manos de Alianza Popular”. Es entonces cuando se produce el sorprendente e indecoroso acontecimiento que el profesor catalán desvela en su libro. Repasémoslo de la mano del propio Solé Tura.
Le llegó un papel escrito
“Finalmente, a última hora de la tarde, me llegó en tanto que presidente de la sesión, un papel escrito a mano y procedente de la Moncloa en la (sic) que se proponía una nueva redacción del artículo 2. Era una redacción compleja, en la que se introducían los conceptos de “patria” y de “nación”, pero en la que se mantenía el término “nacionalidades”. Era, de hecho, una refundición de conceptos que reflejaba muchos de los puntos de la discusión final entre UCD, los comunistas, y los nacionalistas, pero también los resultados de la presión exterior”.
La confesión es terrible. Admitir que el artículo en el que se define la base sobre la que se fundamenta la Constitución fue impuesto a los representantes de la voluntad popular por unos “sectores consultados” de naturaleza extraparlamentaria. Fue concebido por poderes fácticos extraparlamentarios –nadie pone en duda de que eran militares– e impuesto a los representantes legítimos de la voluntad popular, vaya usted a saber bajo qué tipo de amenazas. Pero ahí está y labor nuestra es sacarle chispas y erigirla como percha a una negociación bajo el espíritu del 78, dejando claro que hay naciones y regiones. Lo dice el artículo dos. Y a partir de ahí, a por todas.
Diputado y Senador de EAJ-PNV (1985-2015)